El autoritarismo le teme a las ideas. Por eso, cuando Donald Trump volvió a la presidencia de Estados Unidos, no tardó en poner a las universidades en la mira. Su gobierno envió cartas a varias instituciones —entre ellas Harvard, MIT y Stanford— exigiendo reestructuras internas, la eliminación de programas de diversidad y la entrega de información sobre estudiantes extranjeros. El castigo fue inmediato: congelar más de 2.3 mil millones de dólares en fondos federales. La amenaza era clara. Pensar distinto al regimen tiene consecuencias.

La respuesta no se hizo esperar. Las universidades alzaron la voz. En un comunicado titulado The Promise of American Higher Education, el presidente de Harvard, Alan Garber, fue contundente: “Ningún gobierno debe dictar lo que las universidades pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio pueden perseguir”. No se trata solo de defender recursos. Se trata de defender el derecho a disentir, a cuestionar, a formar generaciones capaces de pensar más allá del poder.

Lo que ocurre en Estados Unidos no es una excepción. En Hungría, el gobierno de Viktor Orbán expulsó a la Universidad Centroeuropea, clausuró programas de género y reescribió leyes para someter a las universidades al control del Estado. La estrategia es la misma: deslegitimar, disciplinar, controlar.

Frente a eso, el silencio no es neutral: es sumisión. Por eso hoy necesitamos una academia que no se esconda, que no negocie su libertad, que no se arrodille. Una academia militante.

El profesor Yaniv Roznai ha propuesto el concepto de scholactivism para describir la responsabilidad que tiene la academia en contextos de erosión democrática y lo explica en el podcast Upstanders, creado por Ibrain Hernández Rangel. Como Roznai escribe en tiempos de decadencia democrática, las y los académicos constitucionales deben actuar como defensores públicos del orden constitucional. No basta con producir conocimiento técnico. Se necesita una voz que salga del aula, que explique lo que está en juego, que defienda el pacto democrático cuando el poder intenta desfigurarlo.

Una universidad neutral en tiempos de autoritarismo no es prudente: es cómplice. Pensar y analizar se convierte un acto de insumisión. Enseñar, un ejercicio de resistencia. Y cuando el poder quiere disciplinar la mente, la universidad tiene el deber de rebelarse.

Lo que hoy hacen las universidades de Estados Unidos importa. No solo por lo que enfrentan, sino por cómo responden. Porque si logran arrodillarlas a ellas, la democracia pierde uno de sus últimos bastiones. Por eso, este no es momento de moderación, sino de firmeza. No es momento de prudencia, sino de claridad.

Porque frente al autoritarismo, la universidad no debe adaptarse.

Debe resistir.

Debe defenderse.

Debe luchar.

Y, sobre todo, no debe arrodillarse.

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