El 4 de septiembre de 2025 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el nuevo Reglamento de Sesiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de integración de las listas de asuntos con proyecto de resolución, junto con el Acuerdo General 1/2025. Ambos buscan responder a la sobrecarga de trabajo derivada de la reforma de 2024 que eliminó las Salas y concentró todo en el Pleno. Sobre el papel, parecen pasos hacia la eficiencia y la transparencia. Pero, al mirar con cuidado, surgen preocupaciones legítimas: la justicia constitucional no puede reducirse a un asunto de relojes ni de logística.

El reglamento impone límites detallados a las intervenciones: diez minutos para el ponente, siete minutos para cada ministra o ministro en la primera ronda, cinco minutos de réplica y tres para la intervención final. Solo la Presidencia podrá autorizar rondas adicionales, con tiempos previamente fijados. La intención es clara: hacer más ágiles las sesiones. Pero en materia constitucional, donde lo que se decide son derechos fundamentales y límites al poder, la profundidad del debate no puede supeditarse a un cronómetro. Una deliberación exprés corre el riesgo de sacrificar matices y empobrecer la argumentación.

Otro cambio llamativo es la posibilidad de que el Pleno sesione fuera de su sede, en entidades federativas y en comunidades indígenas y afromexicanas, en coordinación con las autoridades locales para respetar sus prácticas y lenguas. El gesto es valioso: busca acercar la justicia al territorio. El riesgo, sin embargo, es que estas sesiones se queden en lo simbólico. Si no se acompañan de mecanismos de participación real, intérpretes adecuados y pedagogía jurídica comunitaria, podrían convertirse en ejercicios meramente escenográficos, más preocupados por la visibilidad que por la efectividad.

Un órgano colegiado como el Pleno se fortalece en el contraste de argumentos. El disenso no es un fracaso: es la condición de posibilidad para que la decisión mayoritaria gane legitimidad. Las opiniones minoritarias enriquecen la deliberación, fijan límites y abren caminos para futuros cambios jurisprudenciales. El nuevo esquema, al reducir los tiempos de exposición, amenaza con convertir el disenso en una nota al pie: una intervención breve y poco escuchada. Si la Corte limita la posibilidad de disentir a fondo, debilita precisamente lo que le da legitimidad como tribunal colegiado.

Para ordenar el embudo que hoy enfrenta el Pleno, el reglamento asigna días temáticos: lunes y martes para controversias constitucionales y los asuntos derivados de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictadas contra el Estado mexicano que generen obligaciones para el Poder Judicial de la Federación; miércoles para asuntos civiles y penales; jueves para administrativos y laborales. La idea parece simple: cada día, una materia. Pero el diseño olvida un hecho crucial: no todo es sesionar. Antes de que un caso llegue a discusión pública, hubo un trabajo enorme y silencioso en las ponencias: el estudio de los expedientes, la elaboración del proyecto, su circulación entre las y los ministros, la incorporación de observaciones y, sobre todo, la escucha atenta a las partes involucradas.

Sesionar diario, como lo marca ahora el reglamento, se antoja difícilmente compatible con esa carga previa. ¿En qué momento tendrán las ponencias el tiempo para cumplir con ese ciclo de preparación? La rigidez de los calendarios puede generar la ilusión de productividad, cuando en realidad la presión de “llenar” la agenda diaria termine afectando la calidad de los proyectos y la profundidad del debate.

Un aspecto preocupante del nuevo reglamento es lo que no dice. No hay referencia alguna a las solicitudes de ejercicio de atracción presentadas por partes no legitimadas, a pesar de que han sido un mecanismo mediante el cual la Corte ha tenido conocimiento de asuntos de gran relevancia social. Al omitirlas, se genera incertidumbre: ¿seguirá existiendo este canal para que la ciudadanía impulse la atención de temas trascendentes? La ausencia puede interpretarse como un retroceso, cerrando la puerta a una vía que había acercado la justicia constitucional a las personas, aun sin legitimación procesal formal.

Los cambios aprobados reflejan un esfuerzo por modernizar a la Suprema Corte, pero corren el riesgo de quedarse en lo procedimental. La legitimidad del tribunal constitucional no se construye en la velocidad de sus sesiones ni en la frecuencia de sus giras, sino en la calidad de sus argumentos y en la apertura al disenso. Modernizar no puede significar simplificar hasta vaciar. Cuidar la profundidad de los fallos es, al final, cuidar la democracia misma.

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