Hace más de seis años egresé de la maestría en derecho de la escuela de derecho de Harvard. Tuve la oportunidad de tomar clases con académicas y académicos brillantes y discutir temas de relevancia internacional. También me hizo darme cuenta del enorme privilegio que rodea a este tipo de universidades y de quienes ingresamos a sus aulas. Y aunque hay muchas cosas que podemos —y debemos— criticarle a la universidad, lo que está haciendo hoy es motivo de orgullo para toda su comunidad de egresados. Porque en medio de un ataque político inédito, Harvard ha hecho lo que corresponde a cualquier institución educativa que toma en serio su misión: defender sus principios, sus estudiantes y su autonomía.

La administración de Donald Trump revocó recientemente la autorización para que Harvard matricule estudiantes internacionales, una medida que afecta directamente a más de 6,800 personas y que se justifica bajo alegatos infundados de antisemitismo y supuestas amenazas a la seguridad nacional. El trasfondo, sin embargo, es político. Como denunció Steven Pinker en el New York Times, lo que está en juego no es la política exterior ni la libertad religiosa, sino una estrategia deliberada para presentar a las universidades como el “enemigo” por permitir el disenso y por no ceder a las exigencias ideológicas del poder.

Frente a ese embate, Harvard presentó una demanda federal, señalando que la acción del gobierno es una violación al debido proceso, a la libertad académica y a la igualdad ante la ley. Un juez respondió con una orden de suspensión temporal, lo que significa que, por ahora, la universidad puede seguir admitiendo estudiantes internacionales mientras se resuelve el fondo del asunto. Se sabe que el 29 de mayo habrá una audiencia preliminar para mantener la suspensión o levantarla. Esta intervención judicial no solo ofrece un respiro: muestra por qué una judicatura independiente es indispensable. Si los jueces se pliegan al poder, entonces no hay quién que nos proteja.

También es motivo de orgullo cómo los profesores han salido a defender, con claridad y contundencia, a la institución y a sus estudiantes. No porque todo lo que se hace en Harvard sea intachable, sino porque saben que, si el poder logra castigar a una universidad del tamaño y prestigio de Harvard, lo podrá hacer con cualquiera.

La diversidad no es un “lujo” ni una política de imagen: es parte estructural del trabajo intelectual. Las universidades existen para formar pensamiento, para permitir la disidencia, para problematizar lo que el discurso público muchas veces da por sentado. Cuando se impone una visión homogénea desde arriba, no solo se empobrece la academia: se amenaza la democracia misma.

Harvard, con todas sus contradicciones, ha sabido reconocer que hay momentos en los que no basta con seguir enseñando o investigando. Hay momentos en los que es necesario plantarse, defender a quienes integran la comunidad académica y decir con firmeza que el pensamiento libre no se negocia. Lo que está en juego no es el prestigio de una universidad, sino la posibilidad misma de que existan espacios donde el poder pueda ser cuestionado sin represalias.

Porque si perdemos ese espacio para disentir, perdemos mucho más que una institución y se sienta un precedente peligroso no solo para Estados Unidos, sino también para la comunidad internacional también.

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