Las palabras importan, sobre todo cuando provienen del poder. No es lo mismo una opinión personal que una declaración pública hecha desde una institución del Estado. Por eso resultan tan preocupantes las declaraciones de Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica, quien aseguró que “si partimos de la cuota, un poemario escrito por una mujer, horriblemente asqueroso de malo, no merece que se lo mandemos a una sala comunitaria”.

No se trata de una frase aislada. Se pronuncia en un contexto en el que el FCE anunció que se iban a entregar de forma gratuita 2,5 millones de libros en 14 países de Latinoamérica. Taibo presentó la lista de títulos y, de los 27 autores elegidos, solo siete son mujeres. Taibo justificó la desproporción señalando que “la generación del boom era mayoritariamente masculina, entonces ahí hubo que cortar”. El problema es que con ese argumento no se corta con el pasado: se prolonga la desigualdad.

Más grave aún es que lo diga en el México de la primera mujer presidenta, en un momento en que el país presume avances en paridad y representación política. Mientras una mujer encabeza el Poder Ejecutivo, el responsable de la institución editorial más importante del Estado minimiza el papel de las mujeres en la literatura y desacredita las acciones que buscan equilibrar un terreno históricamente desigual. Esa contradicción muestra que los cambios formales en la política no siempre se traducen en transformaciones culturales.

Las acciones afirmativas existen justamente para corregir siglos de exclusión. No son concesiones vacías, sino herramientas para abrir espacios donde antes no había lugar. En el ámbito cultural, su función no es sustituir la calidad, sino permitir que más voces compitan en condiciones justas. No se trata de elegir libros por género o sexo, sino de reconocer que el canon literario, durante décadas, fue un espejo que reflejaba casi exclusivamente a los hombres.

Hablar de calidad sin revisar quién define lo que es “bueno” es una forma elegante de mantener el sesgo. La historia literaria de México está llena de mujeres que escribieron contra el silencio: Rosario Castellanos, Elena Garro, Enriqueta Ochoa, Margarita Michelena y Pita Amor. Lo hicieron con poco o casi nulo apoyo, en un entorno donde la genialidad se les reconocía como una excepción. Si hoy las instituciones culturales no corrigen esa deuda, repiten el mismo patrón de exclusión que dicen haber superado.

Las palabras de Taibo pesan porque no vienen de un escritor más, sino de un funcionario público. Quien dirige una institución cultural del Estado no puede hablar desde la comodidad de la opinión personal. Lo que dice tiene efectos: marca decisiones, orienta presupuestos, influye en qué voces se publican y cuáles se descartan. Descalificar a las mujeres en nombre de la “calidad” no es un gesto de franqueza, sino de poder.

Por eso lo que está en juego no es solo una polémica literaria. Es la forma en que el Estado mexicano concibe la igualdad en la cultura. Mientras las mujeres conquistan espacios políticos, todavía se les niega legitimidad simbólica en los espacios que moldean la palabra. Las declaraciones de Taibo lo confirman: no basta con tener una presidenta si las instituciones culturales siguen hablando como si nada hubiera cambiado.

El poder no solo se ejerce con leyes, también con palabras. Cuando desde la cabeza de una institución pública se usan para descalificar a las mujeres, lo que se erosiona no es la literatura: es la credibilidad del Estado que dice promover la igualdad sustantiva.

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