La ombudsperson es una figura crucial para garantizar la protección de los derechos humanos y proteger a la ciudadanía frente a los abusos del poder. En democracias consolidadas y en contextos de transición, esta figura ha demostrado ser un puente eficaz entre la ciudadanía y el Estado, generando soluciones a conflictos complejos y promoviendo el acceso a la justicia. Sin embargo, para que esto sea posible, la independencia y legitimidad de la ombudsperson deben ser incuestionables, un principio que lamentablemente se ha erosionado en México a lo largo de los años y aún más con la reciente reelección de Rosario Piedra Ibarra al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

La CNDH no comenzó su crisis de legitimidad con Rosario Piedra Ibarra. Aunque su creación en 1990 fue vista como un avance en la institucionalización de los derechos humanos en México, la comisión ha enfrentado críticas desde sus primeros años de operación. Las principales quejas han girado en torno a su falta de eficacia y su incapacidad para garantizar que sus recomendaciones sean vinculantes.

Por décadas, la CNDH ha emitido recomendaciones que, no se cumplen o carecen de consecuencias para las autoridades responsables. Este problema ha sido constante y ha generado una percepción de inutilidad entre las víctimas, quienes son las más afectadas por una institución debilitada. A este panorama se suma la percepción de politización que ha minado su credibilidad.

La llegada de Rosario Piedra Ibarra prometía un cambio. Como activista de larga trayectoria y familiar de una víctima de desaparición forzada, su perfil parecía alinearse con las demandas de las víctimas. Sin embargo, su gestión ha estado marcada por las mismas deficiencias históricas, agravadas por una percepción de alineamiento político aún más evidente, lo que ha profundizado la desconfianza pública en la institución.

Para entender el potencial transformador de una ombudsperson independiente, basta mirar el caso paradigmático de Sudáfrica, donde su trabajo ha sido un pilar en la lucha contra la corrupción. En Sudáfrica, la figura del Public Protector ha desempeñado un papel crucial en la defensa de los derechos ciudadanos, especialmente en un contexto marcado por altos niveles de corrupción. Thuli Madonsela, quien ocupó el cargo entre 2010 y 2016, es un ejemplo brillante del impacto que una ombudsperson independiente puede tener.

Madonsela se enfrentó a uno de los casos más controvertidos de la política sudafricana: el uso indebido de fondos públicos por parte del expresidente Jacob Zuma. Su investigación, plasmada en el informe Secure in Comfort, reveló que Zuma había desviado millones de rands para renovar su residencia privada en Nkandla, incluyendo la construcción de una piscina y un anfiteatro, todo bajo el pretexto de medidas de seguridad. Pese a las presiones políticas y las amenazas personales, Madonsela concluyó que Zuma debía reembolsar los fondos públicos, una decisión que fortaleció el sistema de rendición de cuentas del país.

El informe de Madonsela no solo marcó un precedente en la lucha contra la corrupción, sino que también consolidó la confianza ciudadana en la figura del Public Protector como una instancia independiente y comprometida con la justicia. Este caso demostró que una ombudsperson puede ser un verdadero contrapeso al poder político, incluso en entornos altamente polarizados.

Las mayores afectadas por esta crisis son las víctimas de violaciones a derechos humanos. Ellas acuden a la CNDH con la esperanza de encontrar justicia, reparación y visibilidad en un sistema que las ha ignorado o revictimizado. Sin embargo, la percepción de una CNDH alineada con el poder político erosiona esa confianza.

La reelección de la candidata que, dicho sea de paso fue la peor calificada, implica que los casos de violaciones a derechos humanos por parte del Estado podrían seguir siendo minimizados o abordados sin la contundencia que requieren. Esto representa una doble victimización: no solo han sufrido por la acción u omisión de las autoridades, sino que ahora se enfrentan a una institución que, en lugar de protegerlas, parece desdibujarse en su mandato.

Cuando una institución clave como la CNDH pierde legitimidad, el mensaje para las víctimas es claro: están solas frente al sistema. Este escenario no solo perpetúa la impunidad, sino que desalienta la denuncia y debilita el tejido social. En un país donde los derechos humanos son frecuentemente vulnerados, contar con una CNDH fuerte, confiable e independiente no es un lujo, sino una cuestión de supervivencia para miles de personas que enfrentan violencia, impunidad y desamparo institucional.

Las víctimas, las verdaderas destinatarias de su labor, no pueden seguir pagando el costo de una institución atrapada en decisiones políticas que priorizan intereses de poder sobre la justicia. Es urgente implementar un mecanismo de evaluación periódica a esta institución. Esto no es solo una propuesta técnica o teórica, es un acto urgente de compromiso con las víctimas y con el mandato histórico que le dio origen: ser el baluarte que defienda los derechos humanos frente a cualquier abuso, sin importar de dónde venga. México no puede esperar más.

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