El martes 4 de noviembre, mientras caminaba desde Palacio Nacional hacia la Secretaría de Educación Pública, la presidenta Claudia Sheinbaum fue agredida por un hombre que la sujetó por la cintura e intentó besarla. El video circuló de inmediato y se viralizó en redes sociales.
Lo que le ocurrió a la Presidenta no es un hecho aislado. Es una expresión más del acoso sexual callejero, una práctica que funciona como mecanismo de exclusión: un recordatorio de que los espacios públicos no nos pertenecen del todo, aun cuando hoy en día las mujeres estamos hasta en la presidencia. El acoso manda un mensaje claro: el espacio público no es tuyo para ocupar.
Por eso, el episodio con Sheinbaum tiene una carga simbólica enorme. Muestra que ni el poder político, ni la visibilidad pública, ni los escoltas, bastan para borrar la vulnerabilidad que enfrentamos las mujeres en cualquier calle. El acoso no distingue cargos ni jerarquías; se alimenta de una misma idea: que el cuerpo de una mujer es territorio disponible.
Frente a la agresión, la Presidenta presentó una denuncia formal. Y, como suele ocurrir, su reacción también fue puesta bajo escrutinio. En redes sociales y programas de opinión hubo quienes la criticaron por no haber “reaccionado con más fuerza”, o por haberlo “dejado pasar”. Pero esas críticas no solo son injustas: son violentas. Pretender que existe una forma “correcta” de reaccionar ante una agresión sexual es negar la realidad del trauma que implica el sentir tu espacio más personal invadido. Cada mujer responde como puede, no como otros esperan. Y exigir reacciones heroicas solo perpetúa otra forma de violencia: la del juicio sobre cómo debemos defendernos.
El problema no es la respuesta de una mujer, sino la conducta del agresor. La pregunta no es por qué Sheinbaum no gritó o empujó, sino por qué un hombre creyó tener derecho a tocarla. Cuestionar la reacción de la víctima nos aleja del verdadero debate: cómo lograr prevenir y erradicar cualquier tipo de violencia contra las mujeres en el espacio público y privado.
Y aunque la sanción al agresor es necesaria, conviene recordar que la cárcel no es ni puede ser la única respuesta. La cárcel como castigo no soluciona ni repara: encierra a una persona, pero deja intacto el sistema que permite la violencia. Este caso nos obliga a hablar de otras formas de justicia, de mirar los problemas no como conductas individuales sino como fenómenos estructurales y sistémicos. El acoso sexual no surge en el vacío; nace de una cultura que tolera la invasión de los cuerpos femeninos, que trivializa el miedo y que todavía confunde “justicia” con venganza.
Por eso, más que endurecer las penas, necesitamos transformar las condiciones que hacen posible la agresión. Políticas públicas que prevengan, no solo sancionen. Campañas que interpelen, no solo castiguen. Educación sexual que enseñe respeto, empatía y consentimiento desde la infancia. Y un rediseño del espacio público con perspectiva de género: iluminación suficiente, transporte seguro, presencia institucional que proteja sin intimidar y sobre todo sin violar derechos. La seguridad de las mujeres no se garantiza con más barrotes, sino con una sociedad que aprenda a mirar distinto.
La calle es de todas, si una mujer, aunque sea la Presidenta, no puede andar libre por ella sin ser violentada ni juzgada por su reacción tras vivir una agresión, entonces el problema sigue en la estructura misma de poder que sigue creyendo que los cuerpos femeninos son públicos.

