¿Qué pasaría si cada nueva integración de la Suprema Corte pudiera borrar las decisiones de la anterior? ¿Si los cambios en su composición implicaran también una reescritura de la interpretación constitucional del país? La pregunta no es teórica. El Pleno de la Corte analizará si puede revisar sentencias emitidas por las salas que desaparecieron tras la reforma judicial.
Distintos medios han reportado que, el presidente de la Suprema Corte, el ministro Hugo Aguilar, inició un proceso de consulta entre sus colegas para determinar si la nueva integración puede revisar los fallos dictados por sus antecesores y es crucial entender que lo que está en juego es si la Corte puede desandar sus propios pasos, reinterpretarse a sí misma y, en última instancia, reescribir su historia constitucional reciente.
La cuestión no es menor. En cualquier Estado constitucional, el principio de cosa juzgada es un pilar de la certeza y seguridad jurídica. Las sentencias de la Corte son definitivas y nos dan la certeza que asuntos similares han de resolverse como el precedente resuelto por nuestro tribunal constitucional.
Si una nueva integración decide revisar lo ya decidido, no por razones de control constitucional, sino por discrepar con una interpretación anterior, se abre un precedente riesgoso: el de una justicia que cambia con el viento de las mayorías.
Las Cortes constitucionales pueden replantear sus criterios. Esa capacidad de repensarse es lo que mantiene viva a la Constitución. Lo crucial, sin embargo, es que las nuevas reflexiones tengan en todo momento un fundamento jurídico sólido, no una motivación política. La interpretación judicial evoluciona y en numerosos casos distintas cortes constitucionales, la nuestra incluida, han cambiado criterios que eran abiertamente discriminatorios para enmendar el error de sus antepasados. Sin embargo, en el contexto actual, tras una reforma judicial y una nueva corte electa en su totalidad, esta posibilidad preocupa.
Los riesgos de abrir esa puerta resultan claros. Primero, la inseguridad jurídica: si cada integración revisa lo ya resuelto, las personas dejan de confiar en la estabilidad del derecho. Y segundo, el uso político del precedente: los fallos pueden convertirse en instrumentos de poder, más que en expresiones de deliberación constitucional.
La experiencia de Estados Unidos ilustra el peligro. En 2022, la Suprema Corte estadounidense revirtió su propio precedente histórico sobre el derecho al aborto —Roe vs. Wade— medio siglo después de haberlo establecido. No lo hizo por nuevas pruebas ni por una reforma constitucional, sino por la llegada de una mayoría conservadora. Aquella decisión, en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, mostró cómo un tribunal puede, bajo la apariencia de reflexión, socavar la confianza en la estabilidad de la interpretación constitucional.
Una Corte no sólo aplica de manera literal la Constitución: también la interpreta, la actualiza y la hace dialogar con su tiempo. Pero reinterpretar no es reescribir. Si cada nueva integración puede hacerlo a su antojo, el derecho deja de ser un lenguaje común y se convierte en una conversación fragmentada.
Esa es, quizá, la mayor lección que deja este debate: los tribunales pueden transformarse, pero la justicia necesita continuidad. Las Cortes cambian de rostro, pero el país debe tener la certeza que sus interpretaciones se basan en derecho y no dependen del calendario político.
Abogada

