La próxima semana, la Suprema Corte discutirá un asunto que, desde mi perspectiva, busca calmar las aguas turbulentas en las que se encuentra nuestro estado de derecho. Me refiero al proyecto elaborado por el ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, en el que se aborda el choque entre la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y los jueces de distrito, derivado de la reforma que estableció la elección popular de la totalidad de las personas juzgadoras.
El conflicto no es menor: jueces de distrito han concedido suspensiones para frenar la aplicación de la reforma, mientras que el Tribunal Electoral ha determinado que dichas suspensiones no tienen efectos, argumentando que en materia electoral ninguna resolución puede detener un proceso en marcha. El resultado ha sido un caos institucional en el que distintas autoridades emiten órdenes contradictorias, generando un vacío legal que paralizó al Comité de Evaluación del Poder Judicial y provocó que sus integrantes renunciaran ante la imposibilidad jurídica de continuar con el proceso que fue encomendado
El asunto llegó a la Corte cuando el Comité de Evaluación del poder judicial, el pleno del Tribunal colegiado del Trigésimo segundo circuito; la Jueza directora de la Asociación nacional de Magistrados de circuito y Jueces de distrito del poder Judicial de la federación y diversos magistrados de Circuito y jueces de distrito, recurrieron a la Suprema Corte, solicitando que dirimiera la controversia suscitada entre la Sala Superior y los juzgados de distrito.
El caso fue turnado al ministro Gutiérrez Ortiz Mena, quien presentó un proyecto en el que califica la situación ante la que nos encontramos como una "aberración jurídica". El diagnóstico, me parece, es claro: la ruptura institucional no radica solo en el conflicto entre jueces de amparo y la Sala Superior del Tribunal Electoral, sino en la normalización de que cada autoridad puede decidir cuándo acatar el derecho y cuándo exceptuarse de él.
El proyecto sostiene que el Tribunal Electoral no puede invalidar las suspensiones otorgadas por jueces de amparo, ya que hacerlo implica invadir atribuciones que constitucionalmente le corresponden al Poder Judicial. Explica que, son los tribunales colegiados de circuito y no la Sala Superior quienes tienen la competencia de revisar las suspensiones concedidas por los juzgados. Es decir, no hay norma, constitucional ni legal, que habilite a la Sala Superior para lo que ha hecho y solo puede hacerlo si se auto concede una facultad extra-legal para juzgar la autoridad de los juzgadores de amparo.
Lo hecho por la Sala Superior se traduce en buscar excepcionarse del Estado de Derecho y crear una competencia a la medida que le permite determinar qué sentencias cuentan como derecho y cuáles no, lo que termina violando la propia Constitución y que como señala el proyecto contraría cualquier pretensión de una vida institucional organizada.
Este conflicto no es solo técnico, sino que afecta la integridad del Estado de derecho, pues si las reglas pueden ser interpretadas de forma contradictoria sin un mecanismo claro para resolver el conflicto, la estabilidad jurídica queda en entredicho.
Ahora, la decisión no solo resolverá este conflicto en particular, sino que establecerá un precedente clave sobre la relación entre el Tribunal Electoral y los jueces de amparo. Es clave entender que más allá de la cuestión técnica, este caso marcará el rumbo de la independencia judicial en nuestro país. Si la Corte no logra ofrecer una respuesta clara, el sistema de justicia quedará atrapado en una paradoja aún más peligrosa, donde la ley deja de ser un límite y se convierte en un terreno incierto sujeto a interpretaciones contradictorias. Cuando las propias instituciones del Estado convierten el cumplimiento de la ley en una cuestión de conveniencia, cuando deciden acatar unas resoluciones judiciales y desestimar otras, no solo transgreden normas puntuales: minan la certeza colectiva de que el derecho, y no el arbitrio individual, es la base del orden democrático. Lo que está en juego no solo se trata de reglas y principios, sino de la esencia misma de cómo se debe y se puede ejercer el poder.