Como se anticipaba desde años, hace algunos días se concretó el destape de Ricardo Salinas Pliego entrando oficialmente a la arena político-electoral, con la mira puesta, probablemente, en una candidatura presidencial en 2030. En un escenario donde la oposición partidista sigue sin recuperarse desde 2018, el empresario anunció la creación del Movimiento Anticorrupción y Anticrimen (MAAC), que buscará posicionarse como un “frente opositor al gobierno actual”, al que calificó de “comunista” (sic) y corrupto.
Su lema, “Vida, propiedad y libertad”, refleja la inspiración en los lugares comunes que utiliza la ultraderecha articulada en la Conservative Political Action Conference (CPAC), foro global del conservadurismo contemporáneo. Allí confluyen un discurso de nacionalismo y defensa del supuesto “libre mercado”, con símbolos religiosos y una “guerra cultural” contra las ideas progresistas y los derechos humanos. Todo ello está presente en la narrativa política de Salinas Pliego.
No hay que confundirnos: a escala mundial, la irrupción del empresariado en política electoral es parte de una estrategia de las élites económicas para asaltar las instituciones democráticas y distorsionarlas en su beneficio. Con un discurso que combina retórica conservadora y libertaria, promueven el desdén por lo público y por el Estado (aunque buscan controlar su poder), mientras rechazan cualquier política redistributiva, todo envuelto en la defensa de la supuesta narrativa meritocrática.
Desde una perspectiva democrática, que un multimillonario aspire a dirigir el país resulta profundamente problemático: el riesgo es que gobierne para los intereses de una pequeña élite en detrimento del bienestar de la mayoría. Basta recordar el caso de Trump, quien transformó la Casa Blanca en escaparate de corporaciones privadas —como lo fue su promoción a Tesla, antes de enemistarse con Elon Musk.
Aun así, quizá lo más preocupante sea la insistencia de Salinas Pliego en exaltar la narrativa meritocrática. Durante años ha repetido que “todas las personas pueden salir adelante con su propio esfuerzo” y que él es un ejemplo vivo del funcionamiento del sistema meritocrático. En un foro de ultraderecha en Argentina llegó a decir: “Los zurdos no pueden ver a alguien que tiene éxito (…) piensan que merecen más de lo que tienen y es horrible ver un tipo que le va bien en la vida. Y esa envidia no la pueden manejar. Del lado zurdo, el malo, está la envidia y el autoritarismo. Del lado “bueno”, está la verdad, libertad, el esfuerzo premiado y la prosperidad para todos”.
Más recientemente pasó de negar ser un “nepobaby” a reivindicar su origen familiar multimillonario: “¿Yo que culpa tengo de que sus papás hayan sido unos huevones y no les hayan heredado nada?”, publicó en un tuit). Lo que omite en esa narrativa es que parte de su fortuna está basada en concesiones estatales, como la privatización de TV Azteca y la distribución, mediante su Banco Azteca, del dinero de programas sociales los primeros años del sexenio pasado.
Ni siquiera hay espacio suficiente para revisar a fondo casos como el “Chiquihuitazo” (cuando según reportes un comando armado tomó las instalaciones de la televisora CNI Canal 40 para sustituir su señal con la de Tv Azteca), las presuntas denuncias de explotación laboral en empresas del Grupo Salinas, o los $74,000,000,000 pesos en impuestos adeudados, sin contar los siete mil millones de pesos condonados hasta 2016, según datos desclasificados por Fundar.
En síntesis: privilegios heredados, compadrazgo con gobiernos, despojo, explotación e incumplimiento en el pago de impuestos se camuflan bajo la bandera de la meritocracia. Y quienes los cuestionan son tachados de envidiosos y resentidos. Esa parece ser la representación política de la ultraderecha mexicana. Y ahí radica el verdadero peligro de que logre acceder al poder.