Trump es, en efecto, un personaje profundamente impredecible; con él, siempre cabe esperar cualquier cosa. Sin embargo, tras haber seguido su comportamiento día a día desde su primera gestión, algo hemos aprendido. ¿Qué nos dice ese patrón de conducta sobre cómo podría actuar ahora frente a Venezuela, especialmente considerando el importantísimo despliegue naval de Estados Unidos en la zona? Echemos un vistazo.

I. En el pasado: sus ataques en Siria. Dos momentos ilustran bien su personalidad y estilo de decisión: los ataques contra el entonces presidente sirio Bashar al-Assad en 2017 y 2018. Para Trump era crucial proyectarse, primero, como un presidente que cumple su palabra y, segundo, como alguien que se diferenciaba de Obama, a quien consideraba “débil”. Trump había prometido que, a diferencia de su predecesor, él no titubearía: si Assad usaba armas químicas contra su población, él respondería. Y así lo hizo en ambas ocasiones.

Sin embargo, sus ataques fueron deliberadamente limitados: operaciones calculadas para permitir que Estados Unidos se replegara de inmediato, manteniendo únicamente a las mismas dos mil tropas ya desplegadas en la zona para la lucha contra ISIS. Con ello, Trump proyectó fuerza y determinación —sobre todo frente a Rusia, que tenía una presencia dominante en Siria— pero sin arrastrar a Washington a otra “guerra interminable”. Es cierto que esos ataques no infligieron un daño decisivo a Assad ni alteraron su cálculo para mantenerse en el poder. Pero ese nunca fue el objetivo de Trump. Lo que buscaba era demostrar que su palabra tenía peso y que ignorarlo tendría consecuencias.

II. En el pasado: su ataque contra Soleimani y su posterior retirada. Otra muestra de la personalidad de Trump se dio durante su escalada con Irán en su gestión previa. Era 2019. Las tropas estadounidenses estacionadas en Irak eran continuamente atacadas por milicias iraquíes financiadas, entrenadas, armadas y dirigidas por Irán. Las advertencias llegaron primero a través de su secretario de Estado, Mike Pompeo, quien aseguró que un nuevo ataque tendría “altas consecuencias”. Los ataques continuaron, las represalias estadounidenses escalaron y, en respuesta, milicianos proiraníes respaldados por Teherán orquestaron un asedio a la embajada de Estados Unidos en Irak.

Días después, ya iniciado el 2020, gracias a información de inteligencia y a una ventana de oportunidad, Trump ordenó el asesinato del líder de las fuerzas Quds, el general Qasem Soleimani —el segundo hombre más poderoso de Irán— junto con el jefe de una importante milicia proiraní. Washington volvió a mostrar fuerza y determinación, e incluso la disposición a sostener una escalada con Irán. Pero, cuando Irán respondió lanzando misiles balísticos contra una base iraquí que alojaba tropas estadounidenses, Trump se apresuró a afirmar que no hubo heridos estadounidenses —algo que después se desmintió— y dio por cerrado el episodio para evitar, una vez más, arrastrar a Estados Unidos a una guerra mayor.

III. En el pasado Trump: su escalada y transaccionalidad en Afganistán. Cuando Trump decide retirarse de conflictos que considera interminables y ajenos al interés nacional, pacta con quien tenga que pactar. Uno de los episodios más ilustrativos de esa transaccionalidad es el de los talibanes. En su primera campaña, Trump había prometido retirar a Estados Unidos de esa “guerra eterna”, pero al llegar a la Casa Blanca el Pentágono le advirtió que, si no aumentaba el número de tropas en Afganistán, la salida sería desastrosa. Con el tiempo, no obstante, Trump activó un proceso de negociación directa con el liderazgo talibán, marginando al gobierno de Kabul, que en teoría era aliado de Washington.

Ese proceso culminó en un pacto con los talibanes para la retirada de Estados Unidos, incluso cuando ese grupo continuaba con su ola de atentados contra civiles y con ataques contra tropas estadounidenses. Trump incluso invitó al líder talibán a firmar el acuerdo en Camp David. Este episodio muestra, por un lado, que Trump negocia con quien tenga que negociar, bajo las condiciones que sean, con tal de cumplir sus objetivos; y, por otro lado, confirma su profunda aversión a involucrar a Estados Unidos en conflictos prolongados.

IV. En 2025: los houthies

1. A inicios de este año era evidente que Trump no deseaba una guerra mayor en Medio Oriente. La salida de su asesor de seguridad nacional, Mike Waltz, tuvo que ver precisamente con eso. Tanto el presidente como un grupo influyente en la Casa Blanca —incluido el vicepresidente Vance— sostenían que Washington debía elegir prioridades, y una guerra en esa región no era una de ellas. De hecho, en el filtrado chat de Signal, Vance argumentaba que al atacar a los houthies, Estados Unidos defendía sobre todo intereses europeos, no los suyos, contradiciendo la doctrina de America First.

2. Aun así, los sectores más duros en Washington convencieron a Trump de que una demostración de fuerza enviaría un poderoso mensaje a Irán y a otros actores sobre la determinación estadounidense. Así, el presidente autorizó bombardeos sostenidos contra los rebeldes yemeníes.

3. Sin embargo, a medida que la campaña avanzó, quedó claro que organizaciones como los houthies son muy difíciles de combatir únicamente con ataques aéreos; para lograr resultados reales se requeriría una operación terrestre prolongada.

4. A esto se sumaron análisis militares que advertían que Estados Unidos estaba desperdiciando recursos escasos en un frente no prioritario, lo que podía afectar sus estrategias de largo plazo, especialmente en Asia. Trump necesitaba ya una salida que pudiera presentar como victoria.

5. Finalmente, y en una confluencia de intereses con los propios houthies, Trump terminó pactando con ellos tras pocas semanas y se retiró de la campaña, pese a que los houthies aclararon que su cese al fuego no incluía a Israel, teórico aliado de Washington.

6. Este episodio refleja la mezcla característica en Trump: la necesidad de proyectar fuerza y determinación, y al mismo tiempo, la urgencia de negociar y retirarse ante la primera oportunidad razonable.

V. En 2025: el bombardeo contra instalaciones nucleares iraníes

1. Por último, otro caso de este mismo año. La discusión dentro del círculo de Trump estaba al rojo vivo en junio. En línea con gran parte de su electorado, un sector influyente buscaba persuadirlo de no atacar a Irán. Los riesgos eran enormes: las posibilidades de arrastrar a EU a una nueva guerra eterna eran muy altas, y bastaba un error de cálculo para producir ese indeseado desenlace. Pero, del otro lado, el círculo duro, el ala de “Peace Through Strength”, le susurraba que era hora de actuar, exhibir ante China y Rusia no solo el armamento y la tecnología de EU, sino su determinación a usarlos y a correr los riesgos necesarios para doblegar a un rival como Irán.

2. La resultante fue, de nuevo, un golpe de fuerza: contundente, con despliegue tecnológico y determinación, pero acompañado del rápido mensaje en Truth donde Trump aseguraba que esa única ola de ataques, en lo que él respecta, daba por concluido el episodio y que “los aviones regresan a casa”. Otro hit and run: suficiente para satisfacer al sector de la fuerza y, al mismo tiempo, tranquilizar al sector MAGA al reiterar que EU no quedaría atrapado en una guerra mayor.

¿Qué lecciones leemos de todo lo anterior para el caso EU-Venezuela?

1. Primero, la discusión en el círculo de Trump continúa y ahora gira también en torno a Venezuela. De un lado está el sector duro, que sostiene no solo que EU debe combatir el narcotráfico mediante despliegues de fuerza, sino que Washington debe ser firme en este hemisferio, su zona de seguridad, y hacer todo lo posible para frenar a Rusia y, especialmente, a China. Venezuela es un territorio crucial en esa competencia entre superpotencias. Del otro lado, hay actores que insisten en que EU debe ser mucho más cauteloso: no es su papel buscar cambios de régimen, y cualquier error de cálculo podría arrastrarlo a confrontaciones largas, uso de recursos escasos e involucramientos eternos que desvían la atención de prioridades mayores.

2. En teoría, Trump suele inclinarse hacia la línea America First, más aislacionista. Pero tiene a su lado a un actor extremadamente influyente: Marco Rubio, actual secretario de Estado y asesor de seguridad nacional, con un peso enorme en estas decisiones. Rubio no solo favorece una postura más intervencionista, sino que tiene preocupaciones específicas sobre el subcontinente, y Maduro es una de ellas.

3. Además de Rubio, para Trump y otros a su lado, sigue siendo clave alimentar su otra doctrina, Peace Through Strength. A ratos parece contradictoria con su habitual inclinación aislacionista, pero, como muestra su historial, él busca equilibrarla mediante demostraciones de fuerza generalmente de corta duración.

4. La noción de TACO (Trump Always Chickens Out) no es del todo atinada para describir sus demostraciones de fuerza. Trump sí ataca cuando lo considera necesario, pero una vez que se siente satisfecho con la fuerza exhibida, suele buscar negociar —con quien sea— un acuerdo que pueda presentar como favorable. Y si percibe que cometió un error de cálculo, que la escalada se complica o que sus acciones pueden derivar en un conflicto prolongado, lo que sugiere su conducta pasada es que intentará desescalar y pactar a la primera oportunidad.

¿Cómo se podría ver eso en Venezuela?

1. Dado el enorme despliegue naval que ha mostrado EU en las cercanías de Venezuela —el mayor en la zona desde 1989—, el comportamiento pasado de Trump sugiere que Washington sí podría lanzar ataques contra territorio venezolano, aunque en teoría intentaría mantenerlos relativamente limitados. Esto podría incluir bombardeos u operaciones de fuerzas especiales contra instalaciones que Washington considere parte de la “infraestructura del crimen organizado” —ahora designado como terrorista— lo que podría abarcar infraestructura militar o vinculada al régimen.

2. Si Trump sigue su patrón previo, estos ataques serían de fuerza considerable, pero de duración relativamente acotada, buscando elevar la presión sobre Maduro con el objetivo final de negociar bajo términos que el propio Trump juzgue favorables.

3. Ese no es el único escenario, pero sí uno con alta probabilidad. Otra posibilidad es que, dado el nivel de presión que ya genera el simple despliegue naval, las negociaciones en curso entre Washington y Caracas deriven en un acuerdo que Trump considere suficiente: los acuerdos podrían incluir desde un plazo para que Maduro deje el poder (no se ve muy probable, pero bajo las circunstancias actuales, todo es posible), hasta concesiones que garanticen la primacía de acceso de EU a recursos frente a sus rivales estratégicos incluso con escenarios en donde Maduro continúa en el poder.

4. También existen escenarios derivados de posibles errores de cálculo en Washington. Si las acciones actuales no elevan la presión al nivel esperado y Maduro no concede lo que se busca, Trump podría enfrentarse a dos caminos: o escalar aún más las operaciones militares, o simplemente presentar los hechos como una victoria —como suele hacerlo— y retirarse, o volver únicamente a ataques focalizados contra embarcaciones que EU etiqueta como “narcoterroristas”.

5. El escenario que finalmente se materializará será la resultante no solo de la personalidad y decisiones de Trump, sino también de la discusión interna entre actores de su círculo y dentro del Pentágono. Como señalamos, hay quienes advierten que EU ya está demasiado excedido y está dejando de poner sus propios intereses por encima de intereses ajenos y lejanos. Pero también existe otro sector incluso dentro de los duros, que teme que desviar tantos recursos desde otras regiones hacia América Latina envía señales equivocadas a Rusia o Irán, que parece ya estar actuando con mayor laxitud en el Golfo Pérsico, y especialmente a China, que podría aprovechar los vacíos que Washington deja al priorizar su propio hemisferio.

Habrá que seguir muy de cerca lo que ocurra.

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