Hace algunos meses, el presidente turco Erdogan dijo que los ataques cometidos por Hamás y la Jihad Islámica el 7 de octubre no eran ataques terroristas sino actos de resistencia. Esta noción ha sido reproducida incluso por personas de medios y academia en el mundo, normalmente motivadas por sus opiniones acerca del conflicto palestino-israelí. Expresar opiniones siempre es legítimo y entendible, pero esto no se limita a este tema. Sucede algo similar en otros contextos, con otras agrupaciones y actos. Hay literatura que incluso llega a señalar que “quien es terrorista para unos, es luchador por la libertad para otros”. La cuestión es que todo ello asume que el nombrar a alguien “terrorista” es una forma de insultarlo o denigrarlo dada la carga política que se ha dado al término. Y entonces se omite el tema central. El terrorismo es una categoría específica de violencia con características propias y distintas a las de otras clases de violencia que pueden ser más o menos letales que ésta. El terrorismo no está determinado por su grado de letalidad, sino por los efectos psicológicos que causa y la única razón para categorizar cierta violencia como terrorismo es poderla estudiar, entender y abordar de manera específica y diferente de otras clases de violencia. Así que, en efecto, alguien puede estar luchando por la libertad de su pueblo, o por una causa ideológica o religiosa, o bien, tener metas de “resistencia”, pero si para ese efecto, emplea tácticas terroristas contra civiles o no combatientes, dejar de clasificar al acto como lo que es, solo ocluye tanto los factores subyacentes a esa violencia como potenciales soluciones para mitigarla.

Hacia una definición de trabajo que pueda funcionar

Decir que no hay una única definición de terrorismo es ya, en nuestros tiempos, un lugar común. Como dije, uno de los mayores problemas al intentar definir un término como ese, es que se trata de un vocablo políticamente cargado. Nombrar a alguien como “terrorista” es colocarlo, automáticamente, del lado del “mal”. Los gobiernos toman decisiones acerca de cuándo y cómo designar a determinado grupo u organización como “terrorista”, para unos años después, bajo condiciones distintas, eliminarle la etiqueta. Muchas veces sus decisiones no están basadas en la naturaleza de esta manifestación concreta de violencia, sino en las agendas políticas que los llevan a optar por clasificar a cierto actor como terrorista o cierto estado como patrocinador del terrorismo. Del mismo modo, sin embargo, hay otros actores políticos que acusan de “terroristas” a determinados estados a causa de los métodos que éstos utilizan para combatir a sus enemigos. Por tanto, la palabra terrorismo es malentendida como “cualquier clase de violencia extrema”, sin distinciones. El problema es que cuando un término deja de definir las fronteras entre lo que abarca y lo que no abarca, entonces ese término deja de ser útil.

No obstante, eso es, desde la óptica académica, altamente problemático, ya que más allá de lo que los actores políticos o agencias de combate al terrorismo decidan incluir dentro de esa categoría, la realidad es que hay un fenómeno específico que sí existe, que se distingue de otros tipos de violencia, y que necesita ser entendido a partir de su naturaleza para poder ser enfrentado desde su raíz.

A pesar de reconocer la polémica existente acerca de las definiciones de terrorismo, para efectos académicos se requiere adoptar determinados parámetros que distingan a esa de otras clases de violencia. Primero, porque se trata de un fenómeno que sí existe. Segundo, porque es un fenómeno distinto de otros fenómenos. Tercero, porque voluntaria o involuntariamente, confundir manifestaciones de violencia que son diferentes, no solo no ayuda a la comprensión, sino que dificulta el diseño de estrategias eficaces para erradicarlas o al menos mitigar su impacto.

Los autores Schmid y Jongman (1988/2010) efectúan una muy amplia revisión bibliográfica sobre las definiciones de terrorismo e identifican, en la literatura sobre el tema, la repetición de ciertos elementos como los siguientes: (a) “violencia” o “fuerza” aparece en 83.5% de las definiciones, (b) “política” en 65%, (c) “miedo” o “énfasis en terror” en 51%, (d) “amenazas” en 47%, (e) “efectos psicológicos” en 41.5%, (f) “diferenciación entre víctimas directas y blancos reales del ataque” en 37%, (g) acción “planeada”, “sistemática” u “organizada”, en 32%, (h) “métodos de combate”, “estrategia”, “tácticas”, en 30%.

El Instituto para la Economía y la Paz (IEP), que publica anualmente el Índice Global de Terrorismo, utiliza, para su análisis de información, la base de datos del National Consortium for the Study of Terrorism and Responses to Terrorism (START) de la Universidad de Maryland. Esta base de datos, una de las más empleadas para el estudio de esta clase de violencia, clasifica a un acto como terrorista si (a) éste fue un acto intencional, (b) fue perpetrado por un actor no-estatal, (c) hubo uso o amenaza del uso de violencia contra personas o propiedades;  y si además cumple con al menos dos de los siguientes tres elementos: (1) el acto violento incluye evidencia de la búsqueda de una meta política, económica, religiosa o social, (2) el acto violento incluye evidencia de intención para ejercer coerción, intimidar o transmitir cualquier otro mensaje a una audiencia mayor que a las víctimas inmediatas, y (3) el acto violento viola alguno de los preceptos de la ley internacional humanitaria (IEP, 2024).

Si buscamos entonces una definición que sea útil para identificar casos y actores concretos, podríamos sintetizar lo anterior (y lo abordado en textos similares) de esta manera:

El terrorismo es una categoría muy específica de la violencia que se refiere al empleo de la misma en contra de civiles o actores no-combatientes, como instrumento o estrategia para generar un estado de shock, conmoción o terror en terceros (víctimas indirectas), con el propósito de canalizar un mensaje o reivindicación empleando a ese terror como vehículo. El terrorismo no es violencia que causa terror, sino violencia pensada y perpetrada para causar terror, con el fin de impactar en la conducta, las actitudes o las opiniones de una sociedad o de sectores de la misma, y así, ejercer presión sobre determinados actores como pudiesen ser dirigentes o tomadores de decisiones, para alcanzar o acercarse alguna meta, o cumplir con determinado objetivo, el cual es normalmente político.

Quienes utilizan este tipo de violencia son normalmente actores subnacionales o subestatales—de toda clase de filiaciones políticas, ideológicas, étnicas o religiosas—que encuentran en ella gran eficacia en términos de sus capacidades y metas (Mulaj, 2010). En la mayor parte de la literatura se excluye a los actores estatales como practicantes de terrorismo, no porque esta sea una violencia “mejor” o “peor” que otras violencias, sino por su naturaleza como herramienta de combate asimétrico.

Considera este ejemplo: Es un viernes en la noche en París. Los jóvenes han salido a divertirse a los cafés, conciertos, estadios. Repentinamente, una célula coordinada de nueve individuos, simultáneamente lleva a cabo tres atentados: un ataque suicida en las afueras de un estadio en donde tenía lugar un partido de fútbol, otros atacantes comienzan a disparar en contra de los comensales que estaban en bares y restaurantes; dos más, vestidos con chalecos explosivos y armados hasta los dientes, entran a una sala de conciertos donde hay miles de personas, toman varios rehenes y comienzan a disparar. En total, 130 muertos y cientos de heridos. París entra en estado de shock. Las redes sociales no hablan de otra cosa. Los medios del planeta entero dedican horas y horas a la cobertura de los eventos. A partir de ese día, se detona una discusión política en Francia, Europa y el mundo acerca de la migración, acerca del terrorismo islámico, acerca de las respuestas que el país atacado debiera dar por los ataques sufridos. París resuelve lanzar más bombardeos en Siria en contra de ISIS (o Estado Islámico), el grupo que se asume como responsable de los actos. Ya antes, Francia había atacado a esa agrupación en Siria. Los líderes de la extrema derecha europea acusan a las autoridades francesas por su debilidad y sus fronteras abiertas. Tras ese y otros atentados reivindicados por ISIS, un magnate estadounidense que se convertiría en presidente, Donald Trump, propone durante su campaña prohibir la entrada a EU de todos los musulmanes, y casi un 70% de potenciales electores republicanos lo respaldan. Millones de personas se manifiestan contra el extremismo, pero al mismo tiempo, miles de personas en Occidente se sienten atraídas por el mensaje del grupo perpetrador, tanto así que, según información de Olivier Roy (2017), una cuarta parte quienes abrazaron la ideología de ISIS, el jihadismo, en países europeos, eran personas conversas al islam. Unos cuantos optan por replicar atentados en sus ciudades o sus barrios; otros no concuerdan con los métodos empleados, pero sí con lo que perciben como las motivaciones de los perpetradores.

¿Qué han logrado los atacantes de París a través de la planeación adecuada de ataques coordinados y llevados a cabo por unas cuantas personas con recursos limitados e incomparables con los de una de las mayores potencias del planeta como Francia? Primero, han conseguido inducir un estado de conmoción y un sentido de vulnerabilidad entre la población de ese y muchos otros países; segundo, han conseguido propagar la noción de que la organización a la que pertenecen, ISIS, es omnipresente (está en todas partes) y omnipotente (puede hacer lo que desee): sus enemigos no tienen escape; tercero, han generado un poder de atracción entre seguidores blandos (quienes coinciden con sus metas aunque no con sus métodos) y duros (quienes están dispuestos a sumarse a la organización o cometer atentados similares a su nombre); y cuarto, han activado una espiral política en la que los extremos se alimentan mutuamente. De un lado, un sector de la sociedad, aterrorizado y enfurecido, enfoca su ira colectiva contra quien percibe como el grupo étnico o religioso “culpable”. Pero del otro y de manera paralela, se alimenta el sentimiento por parte de comunidades de migrantes, en su mayoría de segunda o tercera generación, acerca de su falta de pertenencia. Muchos jóvenes en sus veinte y treinta años, hijos o nietos de abuelos que migraron a Europa, no se sienten parte ni del país de donde proceden sus padres y abuelos, ni de los países en los que viven, lo que eventualmente provoca un proceso de radicalización que, en algunos de ellos, termina también en ataques violentos.

Por tanto, desde la perspectiva de quienes estudiamos el terrorismo, el tamaño de un atentado no se mide por el tipo de armas utilizadas ni por el número de víctimas directas, sino por su impacto mediático y su capacidad para afectar actitudes y opiniones en terceros, lo que perpetúa su evolución en línea con los avances tecnológicos de comunicación.

Así que estudiar terrorismo supone descargar el término de su connotación y uso político, afrontar el fenómeno como una más de las múltiples categorías de violencia que existen, de manera integral, estudiando sus causas subyacentes, sus motivaciones desde lo individual hasta lo organizacional, lo social y lo internacional; estudiar también los efectos psicosociales y políticos que se generan tras la comisión de atentados, y por supuesto, estudiar las herramientas de comunicación que hoy se emplean para aterrorizar y atraer, ambas cosas a la vez.

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