El pesimismo es peligroso, dice un texto de Daniel Drezner en Foreign Affairs; las naciones ansiosas son naciones peligrosas. El argumento es que cuando la percepción que prevalece es que la situación va a empeorar, normalmente los estados tienden a tomar pasos para garantizar sus intereses de seguridad, lo que les hace chocar y aumenta las probabilidades de activar espirales violentas entre ellos. En cambio, cuando hay optimismo, los estados tienden a confiar más en medidas de largo plazo y en instituciones internacionales. Esto, en realidad, nos remonta al tema del miedo. La investigación ha demostrado que el miedo nos vuelve intolerantes, a veces personas desconfiadas y agresivas. Ese miedo, elevado al comportamiento de los estados, se puede tornar en el pesimismo que describe Drezner y vuelve al planeta un sitio más peligroso. Dados los tiempos que estamos viviendo, parece haber un retorno a ese tipo de sentimientos. Más aún, se puede explicar la lógica que hay detrás, y cómo es que esa lógica cuadra perfectamente con las decisiones que se están tomando a nivel internacional (tales como el armamentismo, los crecientes despliegues militares y la disuasión). La pregunta sería en qué medida es posible usar esa misma lógica para pensar en respuestas alternativas.
Empecemos por intentar explicar el sentimiento al que nos referimos, prevaleciente en estos días. Podríamos irnos a los clásicos en la filosofía o las grandes teorías de las Relaciones Internacionales. Lo que pasa es que la mayor parte de lo que motivaba las teorías más pesimistas en esa disciplina se consideraba de alguna forma superado; correcta o incorrecta, esa era por lo menos la sensación. La Guerra Fría había terminado. Las confrontaciones entre los estados se habían reducido considerablemente. Había por supuesto muchos otros riesgos a la seguridad nacional de los países, pero éstos procedían de otro tipo de amenazas, no de Estados-Nación.
El mundo, en esencia, se había transformado: había tratados para el control de armas y, sobre todo, la convicción de que había que mantenerlos e incrementarlos. Las instituciones internacionales se habían fortalecido, también el derecho internacional. Los tratados comerciales o incluso las integraciones económicas regionales eran tan solo un ejemplo del potencial de la colaboración entre los estados y las posibilidades de encontrar esquemas en los que todas las partes ganaban. El conflicto violento entre países no era, cuando menos necesariamente, la norma.
Las gráficas y los datos estadísticos, como los publicados en 2015 por Max Roser, un economista de Oxford, o por Steven Pinker de Harvard, demuestran que, tras 600 años de conflictos armados de distinta naturaleza, después de los años 80 y muy notablemente después del 2000, las caídas en las cifras de estos conflictos y en las muertes a causa de ellos, eran brutales. Pinker incluso argumenta que la disminución en la conflictividad se debía al ascenso de la democracia, el capitalismo, la civilización industrial e instituciones internacionales como la ONU.
El mundo del 9/11 y la guerra contra el terrorismo no cambiaron en esencia los elementos centrales de esas estadísticas. Las guerras motivadas por el combate a actores no-estatales simplemente reafirmaban que habíamos cambiado de época. Por supuesto que cualquier número de muertes o conflictos armados es lamentable, pero se trataba de fenómenos sustancialmente diferentes. El potencial de destrucción que estuvo en juego durante las dos guerras mundiales o durante la Guerra Fría parecía haber sido desactivado, y había dado pie a otro tipo de confrontaciones más focalizadas, mucho más limitadas; incluso las peores de ellas como las guerras en Siria, en Irak o en Afganistán eran de una naturaleza esencialmente distinta.
Pero el 24 de febrero todo cambió.
Es verdad que Rusia ya había invadido Georgia, ya había tomado Crimea y ya había impulsado el conflicto en el este ucraniano. Pero con la actual intervención de Moscú en Ucrania todo cambia porque, independientemente de que ya está generando muchas más muertes que cualquier otro conflicto en décadas si las medimos por día, por semana y por mes, esta invasión ha activado un pesimismo generalizado entre quienes observan el comportamiento de los estados, las relaciones que hay entre ellos, y quienes toman decisiones a partir de esas observaciones.
La lógica detrás del pesimismo es más o menos esta:
El mundo siempre fue ese sitio peligroso que ya nos habían descrito las grandes teorías, lo que pasa es que nos cegamos, dice esta forma de pensar. No lo vimos venir. Una potencia como Rusia (o cualquier otra) va a privilegiar siempre su interés nacional medido en términos de su seguridad, por encima de cualquier otra motivación de carácter económico o financiero. Para asegurar eso que estima como sus intereses, esa potencia considerará su situación geográfica, su fuerza de combate, su armamento, su capacidad de planeación, despliegue, y sus necesidades de expandir sus posiciones cada vez que lo estime prudente. Las armas nucleares servirán eficazmente como un poderoso disuasor: la prueba actual es que la OTAN ha decidido mantenerse fuera de este conflicto (más allá de armar y entrenar a los ucranianos) por el temor que provoca el potencial escalatorio planteado por Moscú como amenaza desde el día 1 de su intervención.
Desde esta perspectiva, se trata entonces de un mundo en el que el riesgo es constante, en el que solo los estados que están poderosamente armados podrán asegurar el no ser atacados por otros. Siempre lo fue así, y para esta visión, el asumir que Rusia se iba a doblegar por la amenaza de las sanciones o porque habría valorado otros temas como su interdependencia económica y financiera con Occidente era absolutamente inocente. Incluso peor, decía por ejemplo el ministro exterior de Letonia en un foro: el no haber actuado a tiempo contra Moscú, cuando Rusia ya había enviado todas las señales al capturar Crimea en 2014, fue un claro signo de debilidad.
Más aún, en ese entorno de riesgo constante, confiar la defensa o la seguridad propias al derecho internacional o a las instituciones internacionales, puede resultar incluso más peligroso, dice esta forma de pensar, pues se puede caer en el descuido y dejar de invertir recursos, tiempo y esfuerzos para lo verdaderamente importante: incrementar el poder nacional, definido esencialmente por las capacidades materiales para proyectar fuerza y disuadir a otros de siquiera pensar en atacar. La globalización y otras cuestiones como el prestigio internacional, pueden haber impactado un poco en ese escenario, pero nunca lo suficiente como para cambiar su esencia.
Apenas, en 2022, con una guerra en las fronteras de la OTAN, con el permanente potencial de cruzar esas fronteras y escalar, “estamos despertando”.
Ahora bien, el conocer esa lógica de pensamiento, entender las bases para el pesimismo, en lugar de juzgar lo que provoca miedo o juzgar a las víctimas por ese estado de ansiedad colectiva, debería, en mi humilde opinión, detonar un pensamiento paralelo, justamente considerando el pesimismo prevaleciente.
El diagnóstico y la alternativa
Pensemos en el diagnóstico: el sistema de arreglos e instituciones internacionales ya ha fallado muchas veces. Pero ahora mismo, como nunca, exhibe su insuficiencia para prevenir y detener un conflicto armado de las dimensiones del actual. Los actores internacionales simplemente trasladan su conflictiva hacia la ONU y la usan como plataforma para emitir sus discursos, sus justificaciones, sus ataques y condenas y luego la inmovilizan. Repito, nada nuevo, pero ahora más que nunca. Tanto los países miembros como la estructura misma de la organización, parecen ineficaces para tornar esa institución en un espacio para procesar el conflicto, detener las hostilidades y negociar escenarios alternativos. Por tanto, se puede comprender que el pesimismo y el miedo inunden al planeta, y que todo el mundo extraiga las “lecciones” que aprende del conflicto en Ucrania y de la ineficacia de esas instituciones internacionales.
El problema mayor es que pensar que todo ello es inevitable es justamente lo que lo hace inevitable. Tomando prestadas algunas ideas del constructivismo social, se necesita comprender que ni los “intereses nacionales”, ni las identidades o las normas, ni la guerra o la paz, son condiciones “pre-sociales”, sino que son socialmente construidas, producto de las interacciones humanas y las interacciones entre los estados a través de la historia. Desde esa óptica, la necesidad de la guerra para conseguir “intereses nacionales”, no es una realidad inevitable, sino socialmente construida y, por tanto, modificable si es que se producen interacciones y condiciones diferentes.
Aterrizando: el sistema de arreglos e instituciones internacionales puede ser tan débil o tan fuerte, tan eficaz o ineficaz, como sus estados miembros lo decidan. Las lecciones de Ucrania pueden ser aprendidas y revaloradas en esta etapa de la historia como un fuerte recordatorio de lo que puede ser el planeta sin estas instituciones. Lo sabemos porque conocemos el pasado. Solo que, a diferencia de ese pasado, hoy contamos con una tecnología mucho más efectiva, poderosa y veloz para destruir al planeta completo. Así que esto no es un juego. Partiendo justamente de ese miedo y pesimismo, pero usando su fuerza a favor para construir un sistema multilateral mucho más eficaz, se necesita rediseñar las reglas, las normas que regulan la conducta entre los estados, los incentivos para obedecerlas y fortalecerlas, las instituciones para hacerlas cumplir, las consecuencias para cuando eso no se haga y los mecanismos para procesar el conflicto cuando éste ocurra.
Adicionalmente, la paz no se limita a la ausencia de violencia, sino que incluye su parte activa o positiva: los componentes que la producen y la sostienen. Es decir, no se trata solo de resolver los conflictos, sino de generar condiciones para una interacción más positiva entre los estados que si no neutralice, por lo menos reduzca las probabilidades de conflictos armados.
Nada fácil, pero no por ello, se puede evadir. El mundo cambió, se dice, después del 24 de febrero. Tal vez en realidad venía cambiando desde mucho antes. Pero si esto es así, de ese tamaño es el esfuerzo requerido, no solo por parte de los gobiernos, sino por parte de toda esa serie de empresas, organizaciones sociales y actores que se benefician de condiciones más estables y que están interesados en que el mundo detenga su imparable ruta hacia la carrera armamentista, los despliegues militares, y las “paces armadas” del pasado.