En 2021, las fuerzas estadounidenses desplegadas en Siria fueron objeto, en palabras del Pentágono, de un "ataque complejo, coordinado y deliberado" ejecutado por milicias proiraníes mediante cinco drones fabricados por Irán. Ya desde 2020 habíamos observado la eficacia de los drones turcos e israelíes durante el conflicto armado entre Armenia y Azerbaiyán. Otro caso notable ese mismo año fue el del despliegue, por primera vez, de un dron turco Bayraktar TB2 por parte del ejército ucraniano contra separatistas prorrusos: logró destruir una unidad de artillería (recordemos que la guerra en Ucrania no comenzó en 2022, sino en 2014). Kiev arriesgaba un escalamiento, pero sorprendió al Kremlin con la efectividad del ataque. Desde entonces y luego más tras la invasión frontal rusa, el uso de drones por ambos bandos en la guerra ha sido crucial. Recientemente vimos cómo Ucrania lanzó la “Operación Telaraña” utilizando drones introducidos clandestinamente en territorio ruso, mientras que Rusia ha bombardeado ciudades ucranianas también con cientos de drones. Más tarde, observamos su presencia en casi todos los conflictos relevantes, incluidos los enfrentamientos entre Israel e Irán y sus aliados. Lo interesante del fenómeno es cómo el uso de estos vehículos no tripulados está alterando los equilibrios militares. Por eso, el tema merece ser actualizado.
Veamos el caso de Armenia-Azerbaiyán. Una evaluación militar previa al conflicto de 2020 estimaba que Armenia estaba, en teoría, mejor preparada para ganar un eventual enfrentamiento. Estas estimaciones se basaban en inversión militar, equipamiento y capacidad de los ejércitos, pero también en el historial de choques armados por Nagorno-Karabaj: un enclave poblado mayoritariamente por armenios, ubicado dentro de las fronteras que la URSS asignó a Azerbaiyán en los años veinte. De 1991 a 1994, ambos países —ya independientes— libraron una guerra que dejó entre 25 y 30 mil muertos. Azerbaiyán perdió entonces el control del enclave y de distritos colindantes, y la autoproclamada “República de Artsaj” quedó protegida militarmente por Armenia, aunque sin reconocimiento internacional. Desde entonces, Armenia ocupó varios distritos formalmente azeríes, pese a los intentos de Bakú por recuperarlos.
Sin embargo, en 2020, cuando estalló nuevamente el conflicto, Azerbaiyán sorprendió al mundo al emplear drones —turcos e israelíes— que desestabilizaron por completo al ejército armenio. Tras semanas de combates, Armenia se rindió y cedió buena parte de los territorios que había controlado durante décadas. Un análisis del Washington Post de 2021 explicaba cómo el uso de drones fue decisivo: “Los drones ofrecen a países pequeños acceso barato a aviación táctica y armas guiadas de precisión, lo que les permite destruir equipamiento mucho más costoso, como tanques y sistemas de defensa aérea”, afirmaba el analista Michael Kofman. A medida que este tipo de armamento se vuelve más accesible —ya sea para Estados o actores no estatales—, se vuelve indispensable repensar cómo evaluamos riesgos y capacidades militares.
Este giro en el equilibrio militar a favor de Azerbaiyán, sumado a otros factores (como la distracción rusa con su propia guerra desde 2022), contribuyó a que Bakú recuperara recientemente el control de Nagorno-Karabaj, aparentemente de forma definitiva. Este tema merece un análisis más profundo, pero es evidente que los drones fueron fundamentales —al menos en términos tácticos— en este resultado.
Algo similar ocurre con el caso sirio. Cuando ocurrió el ataque que describo arriba, Estados Unidos había retirado la mayoría de sus tropas del país, manteniendo únicamente una pequeña fuerza encargada de capacitar a grupos locales contra remanentes del ISIS. Paralelamente, las fuerzas estadounidenses en Irak habían sido blanco constante de ataques por parte de milicias proiraníes, generalmente con misiles no guiados que caen cerca de las bases y rara vez representan un peligro real. Pero el uso de drones por parte de estas milicias, con capacidad de alcanzar con precisión objetivos estadounidenses, presentó a Biden un dilema serio: retirar por completo sus tropas o escalar su presencia y capacidades para enfrentar amenazas más eficaces.
En el caso ucraniano, estimado en 2021 como un país militarmente inferior a Rusia, vale recordar que desde 2014 el Kremlin había impulsado una guerra híbrida que desgastó a Kiev en términos humanos, económicos y políticos. El uso del Bayraktar en 2021 no solo permitió dañar a las fuerzas separatistas, sino que envió un mensaje directo a Moscú: Ucrania estaba dispuesta a desafiarle. No fue, por supuesto, el único elemento que precipitó lo que vino después, pero sí uno que Putin leyó como una provocación directa. El uso de drones tuvo aquí un peso simbólico y estratégico significativo.
Además de otras tácticas militares, también merece atención el papel que juegan hoy para Kiev los drones económicos, hechos de plástico o espuma. Según The New York Times, estos dispositivos han eludido con éxito los sistemas rusos de interferencia electrónica y han detectado eficazmente objetivos enemigos. Esto es relevante porque, como ya se ha documentado en este espacio, Rusia había sido particularmente efectiva con su guerra electrónica, pero la última contraofensiva ucraniana demostró que los drones hechos de materiales más difíciles de rastrear estaban alterando nuevamente el equilibrio.
Estos drones se adquieren comercialmente y se modifican para burlar defensas aéreas. Sus operadores cambian frecuencias durante el vuelo y se orientan por referencias terrestres, en lugar de GPS. Esto se evidenció más recientemente con la “Operación Telaraña”, donde Ucrania logró ataques exitosos en bases aéreas rusas. Aun así, los avances exigen constante adaptación: Moscú también está innovando en lo ofensivo, utilizando drones iraníes en sus bombardeos sobre ciudades ucranianas.
Lo que ocurre en Medio Oriente también es ilustrativo. Hezbollah logró introducir drones en territorio israelí a principios de 2024, lo que representó uno de los mayores dolores de cabeza para el ejército israelí. En contraste, los drones lanzados directamente desde Irán —tanto en 2024 como en junio pasado— fueron interceptados casi en su totalidad.
La diferencia es clara: los drones son lentos y, cuanto más largo el trayecto, menor su eficacia. En cambio, los ataques lanzados desde la cercanía pueden ser letales. Esto explica el éxito de las operaciones ucranianas con drones infiltrados en Rusia, así como los ataques quirúrgicos de Israel contra líderes iraníes. Y a la inversa, no es lo mismo enviar un dron desde Teherán por parte del ejército iraní, que desde Líbano por parte de Hezbollah. La distancia cuenta.
Así que, como vemos, el tema de los drones va a adquirir una notoriedad creciente en los años que vienen. Por un lado, está el debate sobre armamento letal de alta gama —como los misiles supersónicos capaces de transportar armas nucleares que han exhibido Corea del Norte o China—. Pero, por otro lado, está esta otra discusión: la que gira en torno a armamento más accesible, económico y adaptable, que podría ofrecer a muchos más actores la capacidad de influir en el campo de batalla sin necesidad de contar con fuerzas aéreas complejas. Las implicaciones de esto para los conflictos por venir son enormes. Por ello, incorporar esta dimensión a los debates sobre desarme, disuasión y resolución de conflictos se vuelve cada vez más necesario. No solo por su impacto militar, sino por las transformaciones políticas y estratégicas que ya están provocando.
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