Empiezo por confesar que no me encanta el uso del término “Nueva Guerra Fría” para describir la situación que estamos viviendo, a pesar de que yo mismo lo fui empleando desde al menos 2011. La razón es que, en efecto, hay similitudes actuales con ese episodio de la historia, pero también muchas diferencias. Me parece que el caso de Irán lo ejemplifica bien porque exhibe la complejidad del tema. Veamos:
Una “Guerra Fría” se caracteriza esencialmente porque las partes beligerantes no se enfrentan de manera directa o “caliente”. Delimitan claramente sus zonas de seguridad y las líneas rojas que no pueden ser cruzadas por la contraparte, y a la vez, compiten ferozmente por zonas de influencia que se encuentran en la periferia de las esferas de seguridad. Hay una carrera armamentista y tecnológica, pero el progreso en esos rubros se emplea, esencialmente, como factor disuasivo, no para atacarse directamente (en principio). Porque por encima de todo, dentro del conflicto, hay acuerdos explícitos e implícitos. Por ejemplo: las zonas de seguridad no deben tocarse; el hacerlo podría implicar un choque directo. Se publicitan las doctrinas bajo las que se podría activar un escenario de guerra mayor e incluso del uso de armas nucleares, con el fin de que la otra superpotencia comprenda bien lo que no debe hacer. En medio de todo ello, los rivales se golpean fuerte mediante toda clase de tácticas indirectas, a través de espionaje, guerras de información, a través de ir adquiriendo posiciones y alianzas en las esferas de influencia (y a través de vulnerar las posiciones y alianzas del rival), a través de empujar su modelo ideológico y económico, entre otras muchas maneras de combatir.
Considerando lo anterior, 2022 no es 1950. Las condiciones sociales, económicas, ideológicas, políticas y geopolíticas en el planeta son muy distintas. Estados Unidos no es ya una potencia en ascenso, sino que experimenta un declive relativo en muchos rubros. Rusia no es la URSS. Está, además, jugando fuerte, el factor China, como un tercer polo con mucha mayor relevancia que en los años 50 o 60. China no es ya el país rural de la “Revolución Cultural”. Beijing, por ejemplo, tiene muchísima mayor capacidad económica que Rusia, y ha venido construyendo un poder naval, militar y nuclear mucho más importante que en esos años. Además, asumir de manera inmediata que China y Rusia son aliadas tampoco es preciso. En este momento de la historia, tienen, efectivamente, a un rival común y han decidido coordinar políticas y decisiones estratégicas. Pero en el fondo, China y Rusia son rivales geopolíticos históricos, y son, además, países que tienen importantes diferencias en cuanto a la visión de mundo que favorece a sus intereses. Por tanto, entender la “Guerra Fría” actual como “bipolar” es también impreciso. Estamos ante un panorama de múltiples polos en los que EU, Rusia y China son, en lo militar, los tres mayores. Pero hay otros polos y hay otros ámbitos que cuentan más allá del militar.
Pensemos, para seguir diferenciando, en el rol que hoy juega globalización y la interdependencia (en contraste con 1950 o 60). La propia Rusia y los países que apenas le han sancionado están experimentando un panorama en el que hay afectaciones considerables para el país sancionado, pero también para los países que sancionan. En el caso de China, esto tiene incluso mayores dimensiones. Las redes de interdependencia comercial, económica y financiera que China ha tejido con sus vecinos y con Occidente son de tal relevancia, que, a primera vista, se podría pensar que detonar un conflicto entre Beijing y EU o sus aliados no tendría sentido por el impacto para todas las partes solo en la esfera económica. De hecho, esas redes de interdependencia constituyen la forma como Beijing ha buscado penetrar en todo el globo a lo largo de las últimas décadas. Mucho más allá de haberse convertido en la fábrica del mundo, China ha venido lanzando proyectos tecnológicos y de infraestructura en todos los continentes, en algunos casos incluso aportando préstamos para esos proyectos y con ello, incrementando su poder para incidir.
Es decir, dentro del cálculo que hoy las grandes potencias tienen que hacer, está la consideración del considerable efecto económico que tendrán que absorber si optan por escalar los conflictos. Putin efectuó ese cálculo (aunque no sabemos hasta qué punto entendía las repercusiones) y aún así procedió con su invasión. El caso chino tendría que evaluarse en su momento, pero, dada la importancia de Beijing para la economía global, y de la economía global para Beijing, estamos ante un panorama que difiere enormemente al de la Guerra Fría del siglo pasado.
Acá es donde vale la pena insertar el tema de Irán, un rival de Estados Unidos y de sus aliados en Medio Oriente. Cuando, en 2015, Obama firma junto con las otras potencias, el acuerdo nuclear iraní, uno de los mayores objetivos en su cabeza consistía en balancear sus relaciones en la región, y establecer una mayor cooperación con Teherán en temas relevantes para Washington. Por ejemplo, no se puede entender el combate a ISIS en Irak y en Siria sin una especie de “coordinación” entre Washington y Teherán, coordinación que inicia tras la firma del pacto nuclear. De su lado, China y Rusia son también firmantes del convenio ya que, hay que decirlo, ni Moscú ni Beijing desean ver a un Irán nuclear, ni desean la proliferación en la región. Ambas potencias, en su momento, participaban de las sanciones contra Teherán.
No obstante, cuando Trump abandona el acuerdo nuclear, lanza su línea dura de presión máxima contra Irán, reactiva las sanciones y establece nuevas, tanto Rusia como China, encuentran un área de oportunidad. No solo por lo que implicaba el tema nuclear en específico, sino porque la decisión de Trump revertía uno de los objetivos originales de Obama: equilibrar las relaciones regionales de EU y buscar una relación de trabajo con Teherán.
Así, en julio del 2020—dos años después de que Trump abandonara el acuerdo nuclear—el entonces ministro exterior iraní Javad Zarif anunció que China e Irán estaban negociando un convenio estratégico para los próximos 25 años. El pacto, sellado posteriormente, incluía una asociación económica de miles de millones de dólares y una cooperación militar sin precedentes entre esos dos países que abarcaba transferencia de tecnología china a Irán y colaboración para fabricación de armamento. En realidad, el acuerdo había empezado a negociarse tiempo atrás, pero no se había concretado probablemente porque China prefería no provocar a la Casa Blanca. Pero las cosas habían cambiado.
También hay que decir que la cercanía con China no era apoyada por todos los sectores políticos en Irán. Había muchos que la miraban con suspicacia, argumentando que el presidente Rohani quería convertir al país en una “colonia” china. Sin embargo, Teherán se estaba quedando sola y desamparada ante la presión de EU. Los países europeos firmantes del pacto nuclear, intentando rescatarlo, buscaron sin éxito diversas alternativas para esquivar el régimen de sanciones impuesto por Trump. La propia China había limitado sus importaciones de petróleo iraní para no abrir ese otro frente con Washington en momentos delicados. Pero ya para 2020, esta nueva promesa de inversión por parte de Beijing desafiaba abiertamente a dichas sanciones, y otorgaba a Irán una mucha mayor capacidad para resistir ante lo que Trump había prometido que haría: sentarlos a la mesa de negociaciones y capitular.
Pasados dos años, se introduce otro factor: la invasión rusa a Ucrania. Nuevamente, hay que ser claros: Moscú y Teherán no son “aliadas”. En un ejemplo notable, Rusia, la potencia dominante en la zona tras su intervención en la guerra siria, ha permitido que Israel bombardee una y otra vez las posiciones iraníes en ese país, pues en el fondo, Moscú no ve con buenos ojos la expansión iraní en Siria. Hay además de eso, muchos otros temas que les distancian. Pero con todo, las cosas también han cambiado en este rubro.
Hoy en día, Moscú se encuentra mucho más cerca de Teherán que apenas hace unos meses. Rusia está solicitando a Irán que le provea drones para su guerra en Ucrania. Paralelamente, se acaba de reportar en la prensa que decenas de vuelos de compañías iraníes sujetas a sanciones estadounidenses han estado aterrizando en Moscú desde el inicio de la guerra en Ucrania. Esto, sin mencionar la reciente visita de Putin a Teherán, el incremento en el intercambio político y diplomático entre ambos países, y de paso, las nuevas tensiones desatadas entre Rusia e Israel—el mayor rival regional de Irán—que hasta hace poco sostenía una buena relación de trabajo con Moscú.
En suma, el caso iraní muestra cómo es que los diversos actores están sacando partido de las oportunidades que detectan para competir y rivalizar. Esta competencia y rivalidad tiene, en efecto, a un enemigo común—Washington—pero las formas para ejercer esa competencia y rivalidad, tienen características distintas cuando se trata de Moscú que cuando se trata de Beijing, potencias que, aunque de manera menos visible y evidente, también se encuentran compitiendo entre sí.
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