Después de ocho años, habrá un nuevo presidente en Irán . Dejará el cargo Hassan Rohani , un político considerado pragmático y de posturas negociadoras, al menos relativamente. Como ya era previsto, su lugar será ocupado por Ebrahim Raisi, un personaje de línea bastante más dura y conservadora . No obstante, hay varios elementos que deben ser considerados para comprender las implicaciones de este cambio.
El primer punto es que, en Irán, las funciones del presidente son limitadas. El país es en realidad dirigido por el líder supremo y comandante en jefe, cargo que ocupa desde 1989 el Ayatola Alí Khamenei . El presidente oficialmente se ocupa de la política interna, no de la política exterior ni de defensa. Aún así, dado que el presidente también encabeza el Consejo de Seguridad Nacional, su posición importa y puede impactar en las decisiones del líder supremo, quien a su vez le puede encargar funciones que sí competen a negociaciones internacionales en temas como el nuclear, o aspectos de política exterior. Pero quien tiene la última palabra es el Ayatola Alí Khamenei. Cuando un presidente actúa en contra de las posturas del líder supremo—cosa que sí ha llegado a suceder—lo paga caro.
En este caso, hay que decir que el nuevo presidente, Raisi, quien hasta ahora encabezaba el poder judicial del país, es una persona muy cercana a Alí Khamenei. De hecho, muchos lo consideran como su posible sucesor, cosa que no estamos muy lejos de saber dada la edad del actual líder supremo. Su paso por la presidencia podría ser clave en este camino. De ahí que Khamenei parece estar muy interesado en el éxito de su gestión.
Esta relación explica en parte lo siguiente: una de las funciones del líder supremo es designar al Consejo Guardián, el cual determina quién puede y quién no puede competir en las elecciones. En esta ocasión, dicho consejo dejó el camino prácticamente libre de competencia para Raisi, descalificando de la contienda a varios de los candidatos fuertes que hubiesen podido representar un reto para ese aspirante.
Con todo, y a pesar de las funciones limitadas del presidente, lo que vemos es que el mapa político en Irán estará prácticamente dominado por actores de línea dura, muy alineados en torno al líder supremo y a sus Guardias Revolucionarias, probablemente el cuerpo que mayor poder concentra en el país.
Estas elecciones suscitaron particular interés en Occidente, dado que se ha considerado que el papel de Rohani fue crucial en las negociaciones del acuerdo nuclear que Obama firmó en 2015, del cual Trump se retiró en 2018, y que ahora Biden pretende reactivar; y se temía que las conversaciones con un presidente distinto se puedan estancar. Hasta ahora ha habido seis rondas de negociaciones (indirectas) en Viena al respecto. Sin embargo, lo que frecuentemente se malentiende en Occidente es que, si el presidente se encuentra negociando, esto es solo por encargo del Ayatola Alí Khamenei (el verdadero responsable de la política exterior) y, por consiguiente, tanto en 2015 como ahora, si ha emergido o emerge un acuerdo de esas negociaciones, es única y exclusivamente porque el Ayatola considera que ello favorece a los intereses del país. Esto no cambia, en lo sustancial, con un nuevo presidente.
Para entenderlo, hay que considerar el contexto actual. Aunque las políticas de presión máxima de Trump nunca consiguieron sentar a los iraníes a renegociar el pacto nuclear, sí es un hecho que las sanciones impuestas por Washington han ocasionado estragos en la economía iraní, afectada ahora además por la pandemia y todo su impacto en las finanzas, en la actividad productiva y en el ánimo social de la gente. Así que a Teherán le urge liberarse de esas sanciones. La ciudadanía se encuentra frustrada con el sistema, y particularmente con las políticas del último presidente, quien a pesar de no tener en sus manos las decisiones finales, si lleva sobre sus espaldas la responsabilidad del convenio nuclear: fue él quien empujó a Khamenei para seguir por esa ruta. A Rohani se culpa por el fracaso de dicho acuerdo, y por todas las repercusiones que ello generó directamente en el bolsillo de la ciudadanía de a pie, a lo que se suma una gestión de la pandemia muy mal percibida por la gente.
Pero la verdad es que Raisi, un político que en las elecciones de 2017 había perdido contra el propio Rohani, tampoco suscita entusiasmo entre la mayoría de la sociedad. En 1988, Raisi formó parte de un comité que dictaminó las ejecuciones de miles de opositores políticos, sin mencionar que mucho más hacia el presente, desde el poder judicial que presidía, sus duras medidas en contra de disidentes y opositores han sido muy mal vistas por amplios sectores de la sociedad.
Esta serie de sentimientos se hizo presente con la bajísima participación en estas últimas elecciones, menos del 50%, cuando en las dos previas, la participación electoral había sido de 73%. Se respiraba la sensación de que ya todo estaba decidido.
Así las cosas, tendremos por vez primera a un presidente sujeto a sanciones estadounidenses por sus antecedentes en derechos humanos, negociando de manera indirecta con Washington una reactivación—todo parece indicar que limitada e incluso reducida—del acuerdo nuclear. Para Raisi, el asunto no tiene mucha ciencia: Estados Unidos fue quien abandonó el acuerdo, y, por tanto, debe regresar a cumplir con los compromisos adquiridos. Punto. La expansión del convenio hacia otros rubros que preocupan a EU y sus aliados—el proyecto de misiles iraníes y su financiamiento a milicias chiítas que operan en diversos escenarios en contra de intereses Washington o sus socios—simplemente no son negociables.
Lo que está intentando el Ayatola, sin embargo, es usar el espacio de tiempo que corre desde ahora hasta la toma de posesión de Raisi (agosto), para sellar el acuerdo con Washington. Si ello produce resultados negativos para Irán, Rohani sería el culpable. Si en cambio, se genera un alivio y reactivación de la economía iraní, y se sostienen varias condiciones favorables para Teherán, Raisi podrá recibir todo el crédito.