El mundo se mueve a una velocidad que cuesta dimensionar. Hoy escribo desde el campo de los estudios de paz, intentando sacar adelante un texto que lleva tiempo rondándome la cabeza, pero que se vuelve aún más pertinente a la luz de los eventos recientes. Permítanme plantearlo así: hay demasiadas cosas ocurriendo como para no detenernos a repensar algunas de las bases teóricas sobre las que nos movemos. Ese cuerpo teórico puede resumirse en premisas como que la paz no puede limitarse exclusivamente a la ausencia de violencia; que se trata de un estado social en permanente construcción, que exige atender de raíz factores estructurales e institucionales. Temas que van mucho más allá de fomentar valores como el respeto y la empatía —necesarios, sin duda— pero claramente insuficientes en contextos marcados por desigualdad, corrupción o frágil gobernanza, por mencionar solo algunos. En el ámbito internacional, solo un marco institucional capaz de garantizar la igualdad soberana entre estados, proscribir el uso de la fuerza, establecer reglas claras para el control de armas, para la solución pacífica de conflictos y para asegurar la convivencia entre países, puede promover una paz duradera. Hoy, muchos de esos pilares están siendo cuestionados, y a eso dedico este espacio: a repensarlos.
Para ilustrar lo que quiero decir, pensemos en el caso del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que se ha rendido definitivamente ante el Estado turco, luego de una larga lucha y una feroz campaña militar por parte de Ankara. Su líder ha anunciado que el grupo depone las armas y se traslada al ámbito político. En teoría, un acontecimiento de esta magnitud debería llevarnos a replantear varios principios fundamentales de la teoría de paz positiva. Primero, porque ninguno de los factores estructurales que dieron origen al conflicto kurdo ha sido resuelto. Segundo, porque la presión militar ejercida sobre los rebeldes ha producido una forma de paz negativa: el fin de las hostilidades y el paso a una fase política, pero no como resultado de una negociación entre iguales, sino más bien desde una posición de debilidad frente a Erdogan.
Alguien podría, con razón, señalar que, al no resolver el conflicto desde su raíz, se dejan intactas las semillas para un nuevo estallido, o al menos para que las fracturas sociales subsistan por décadas. Todo eso es cierto, y no se trata de opiniones, sino de evidencia sólida que trasciende cualquier caso particular: son décadas de estudios que documentan exactamente eso. Sin embargo, necesitamos ampliar el enfoque. En ese panorama más amplio, lo que vemos es la ineficacia del sistema internacional de instituciones y arreglos para resolver disputas y evitar guerras: guerras cinéticas como las de Ucrania o Medio Oriente, guerras comerciales como las que Trump está desatando a escala global, o guerras informativas y cibernéticas. También vemos la incapacidad para hacer que los estados respeten el Estado de Derecho Internacional.
En cambio, lo que observamos es un entorno global donde solo la proyección de fuerza y determinación parece garantizar la "paz". Es decir, una paz sostenida mediante disuasión: (a) la disuasión por negación, que busca convencer al adversario de que no logrará su objetivo porque se le negará el acceso o el éxito a través de defensas efectivas —por ejemplo, sistemas antimisiles o tropas que protegen un territorio clave—, y (b) la disuasión por castigo o represalia, que amenaza con infligir un costo inaceptable si el adversario actúa agresivamente. Su lógica no es impedir el éxito del ataque, sino encarecerlo al punto de que no valga la pena —como en el caso de la disuasión nuclear. Para que ambos tipos de disuasión funcionen, un Estado necesita: primero, contar con la fuerza y capacidad militar necesarias; segundo, exhibir esa fuerza para dejar claro ante otros actores que la posee; y tercero, demostrar que está determinado a usarla pese a los costos que ello implique.
No estamos hablando de ideas nuevas, pero sí de su creciente centralidad desde hace algunos años. Mientras estas ideas ganan adeptos, el sistema de instituciones globales pierde legitimidad. El resultado es evidente: una carrera armamentista reactivada, despliegues militares y ejercicios que no se veían desde la Guerra Fría, y el uso de la fuerza ya no solo con fines tácticos, sino como mensaje político. Ejemplos abundan: los ataques rusos cada vez más severos contra ciudades ucranianas; los despliegues de fuerza de Israel frente a Hamás, la Jihad Islámica, Hezbollah e Irán; los movimientos militares de China en sus mares colindantes y su determinación de hacer valer sus fronteras marítimas pese a tratarse de zonas en disputa; o los ataques estadounidenses contra instalaciones nucleares iraníes, mostrando su capacidad armamentística. Estos actos no son solo operativos: funcionan como sistemas de comunicación —como decía McNamara— dirigidos no solo a Ucrania, Irán o Hamás, sino a múltiples destinatarios simultáneos.
Todo esto refleja un mundo que regresa a un estado que algunos consideran el “natural” del sistema internacional: uno anárquico, donde prevalece la ley del más fuerte. No es que sea nuevo, pero durante décadas, la humanidad construyó una arquitectura institucional y legal precisamente para ofrecer otras formas de resolver conflictos, y para elevar el costo de quienes rompieran las reglas que cuidadosamente habíamos establecido.
Volviendo a nuestra reflexión inicial: llevamos mucho tiempo hablando de la necesidad de superar la noción de paz negativa —la mera ausencia de violencia— y de construir, en cambio, paz positiva: estructuras, instituciones y actitudes que produzcan y sostengan la paz desde la raíz (IEP, 2025). Pero nos enfrentamos hoy a un mundo que marcha en reversa, hacia contextos donde no hay ni una ni otra.
Y lo que aquí sostengo es que, ante este escenario, quizá sea momento de volver a ciertos aspectos básicos que a veces —en este campo que habitamos quienes estudiamos estos temas— tendemos a obviar:
1. La paz no se limita a la ausencia de violencia, pero sí la incluye.
2. Pensar en paz positiva es esencial para el mediano y largo plazo, pero no puede anteponerse a la necesidad urgente de producir paz negativa en lo inmediato (es decir, detener la violencia).
3. Esto implica no solo negociar ceses al fuego y detener muertes, sino asegurar que ese estado de no violencia se mantenga mientras se negocian otros temas.
4. Es clave delimitar agendas de corto plazo —acuerdos parciales, viables y realistas— que detengan hostilidades, distinguiéndolos de procesos más amplios para tratar temas estructurales. Para ello, se requiere actuar con claridad cuando solo es posible avanzar en acuerdos parciales, sin por ello abandonar lo sustantivo (ver Freeman, IFIT, 2025, quien aborda a profundidad una alternativa consistente en negociaciones aceleradas o “Fast Track”, lo que inspira en parte lo que acá escribo).
5. Aun así, y como lo muestra la evidencia, no debemos dejar de lado los temas de fondo. El reto está en cómo trabajar de forma complementaria: atendiendo lo urgente, pero también construyendo agendas para lo estructural, lo institucional, y los pilares que sostienen la paz (ver reportes del IEP 2015–2025).
6. Todo este esquema exige una revisión profunda del sistema de instituciones y del derecho internacional. Esto requiere diagnósticos serios sobre los factores que han minado su eficacia, así como programas de acción hacia el corto, el mediano y el largo plazo para revertir esa erosión. Al final, el sistema internacional necesita corregir el rumbo, y debemos encontrar estrategias viables y efectivas para recuperar el valor del multilateralismo, el control de armas y la resolución pacífica de disputas.
En un enfoque como este, temas como el del Kurdistán turco, Gaza o Ucrania podrían insertarse en negociaciones que privilegien la paz negativa —el fin de la violencia—, mediante acuerdos viables, aunque sean parciales, sin dejar de lado los factores estructurales que originaron esos conflictos y que podrían reactivarlos en cualquier momento. Hay mucho más que decir al respecto. Estos son apenas unos primeros apuntes que dejamos desde este espacio.
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