Es posible que finalmente, después de esta ronda de violencia, se pueda restablecer la “calma” entre Hamás e Israel. Por un tiempo. Y por supuesto, los ceses al fuego son siempre indispensables. Sin embargo, la paz no se limita a la “calma” o a la ausencia de bombardeos y misiles. El problema mayor es que, tanto entre israelíes y palestinos, como entre los actores que han mediado activamente en negociaciones previas, pareciera prevalecer la convicción de que este conflicto es imposible de resolver. Por tanto, toman sus decisiones a partir de esa convicción, y muchas de esas decisiones no solo no contribuyen a disminuir, sino que incluso alimentan a los factores que hay en el fondo del conflicto. La semana pasada hablamos acerca de cómo muchos de esos factores de fondo se expresan de maneras diversas y comentamos la coyuntura concreta que facilita la explosión de los últimos días. Esta vez nos vamos un poco más atrás para entender mejor el contexto que permitió la escalada actual, intentando valorar en qué medida se retrocede con la espiral de las últimas semanas y lo que tendría que evitarse en el futuro.
Primero, es altamente impreciso afirmar que ninguna de las negociaciones entre palestinos e israelíes ha conseguido avances. De hecho, una revisión minuciosa de las conversaciones previas (la última importante en 2014) refleja progresos que hoy parecerían impensables, lo que incluye avances considerables en las definiciones de fronteras para un futuro Estado Palestino, intercambios de territorio para resolver la cuestión de los asentamientos judíos ubicados en Cisjordania, e incluso en temas como el estatus de Jerusalén (considerada por ambas partes como su capital). Es decir, a pesar de que en distintas oportunidades se ha fracasado en lograr un acuerdo final y definitivo, es incorrecto afirmar que los acuerdos son inalcanzables, o que temas que hoy nos parecerían irresolubles no hayan sido trabajados en el pasado con inmensa creatividad por ambos lados y por la mediación internacional.
Por lo tanto, en teoría, sí existe un punto de partida para seguir avanzando. Lo que pasa es que, en los últimos años, las acciones implementadas por todas las partes han terminado por retroceder en ese progreso que sí se había alcanzado. Pensemos en lo que pasa ahora mismo. Después de días de sangre y muerte, miles de bombardeos de la aviación israelí que no solo han matado a combatientes de Hamás o la Jihad Islámica, sino que han ocasionado una enorme cantidad de muertos y heridos entre la población civil de Gaza, así como miles de misiles enviados por Hamás y la Jihad Islámica directamente hacia los centros urbanos israelíes de la importancia de Tel Aviv que también han causado horror y muerte, aunque en menor proporción, se produce un estado emocional de elevada tensión en ambas poblaciones. Y de acuerdo con la investigación, las personas bajo situaciones de trauma o estrés colectivo, favorecen medidas de mano dura, apoyan a figuras políticas o militares que prometen venganza y seguridad, y por supuesto, se oponen a cualquier clase de proceso de paz. Estos efectos tienen implicaciones políticas que alimentan círculos interminables de odio y violencia.
De manera que estos días de terror no solo ocasionan daños humanos y materiales terribles, sino que colocan a ambas sociedades en estados psicológicos y anímicos que parecieran borrar del mapa cualquier signo de progreso pasado o futuro, siendo que justo en momentos como este, esos signos son los que se necesitarían para evitar que escaladas como la actual se sigan repitiendo.
Es decir, es importante asumir que lo que se ha venido haciendo en los últimos años al respecto de este conflicto (y no solo los choques armados), ha terminado por fortalecer a las posiciones más duras y extremistas en ambos bandos, debilitando con ello a las posiciones más flexibles o pragmáticas.
Basta simplemente revisar dos datos: en las últimas elecciones en Israel (por cierto, las cuartas en solo dos años), el número de escaños ganados por partidos de extrema derecha es histórico, lo que necesariamente impacta en las decisiones que toma el primer ministro Netanyahu. Del otro lado, igualmente, se proyectaba que para las elecciones palestinas que iban a tener lugar este 22 de mayo (y que el presidente Abbas canceló desde abril), Hamás—la organización islámica fundamentalista que controla de facto la franja de Gaza y que lleva décadas de lucha contra Israel, lo que incluye atentados terroristas, ataques con cohetes y varias confrontaciones armadas—iba a resultar la fuerza ganadora.
Pero consideremos el contexto: en los últimos años vimos acciones por parte de Washington que incluyeron el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel (algo que no es internacionalmente aceptado, y representa una medida sin precedentes entre las propias administraciones estadounidenses), la suspensión de fondos de apoyo para agencias palestinas y para iniciativas de paz, o el llamado “Deal of the Century” (Acuerdo del Siglo), un plan de “paz” para Palestina-Israel que nunca fue el producto de negociaciones entre las partes en disputa y que recibió el rechazo inmediato de la parte palestina. De hecho, los esfuerzos para las negociaciones Palestina-Israel fueron abandonados argumentando inflexibilidad por parte de los palestinos, y se privilegió en cambio los procesos de normalización de relaciones diplomáticas entre Israel y varios países árabes. Buena parte de los análisis de esos meses indicaban que Trump y Netanyahu habían conseguido trasladar el conflicto Palestina-Israel a un segundo plano. “Mi padre ya ha logrado la paz en Medio Oriente”, decía uno de los hijos de Trump en la convención republicana.
Esto se da a su vez en el contexto de un proceso paralelo: el fortalecimiento de Hamás. Esa agrupación islámica no solamente se presenta ante la población palestina como más pura, menos corrupta que el partido del presidente Abbas (Fatah), sino mucho más eficaz para lidiar con Israel, para representar la resistencia ante la ocupación y para encarnar la lucha por Jerusalén, un tema que se encuentra en el corazón de lo que hoy se vive.
Pero, si el panorama se mira sistémicamente, todo esto se entreteje además con otros procesos regionales. Por ejemplo: (a) las tácticas de presión máxima de Washington contra Irán, (b) la conformación de una coalición anti-Irán que incluye a EEUU, a Israel y a varios países del eje sunita (incluidos algunos que ahora establecen relaciones con Israel), (c) el enfrentamiento cada vez más abierto entre Israel y Teherán lo que abarca cientos de bombardeos en Siria, una guerra naval de bajo perfil, sabotajes, asesinatos y ciberataques masivos, entre otros componentes. ¿Por qué importa? Porque Irán ha sido siempre uno de los países que más recursos y armamento proporcionan a Hamás y especialmente a la Jihad Islámica cuyo fortalecimiento de los últimos años es imposible entender si ese apoyo. En otras palabras, Gaza se convierte en uno más de los frentes mediante los que Teherán libra, de manera indirecta, su guerra con Israel.
En otras palabras, el problema de poner en marcha medidas, o implementar procesos políticos y diplomáticos que aíslan o debilitan a la parte más pragmática, la Autoridad Nacional Palestina—el cuerpo que oficialmente representa y gobierna los territorios palestinos—es que se le exhibe como ineficaz para conseguir los objetivos del pueblo palestino, lo que se suma a otros temas que tienen ya muy desgastada la figura del presidente Abbas, y contribuyen a la frustración colectiva que vive la población. Esto, sumado a los factores externos que menciono, termina por fortalecer a los actores más extremos como los militantes islámicos.
No es casual que esta última ronda inicia precisamente en Jerusalén, con protestas en la calle por parte de la población palestina, muchos de quienes portaban banderas y símbolos de Hamás, pero también por parte de extremistas de derecha israelíes que chocan con esos manifestantes palestinos.
Ahora, es indispensable asimilar las lecciones. La primera, un conflicto irresuelto—por más irresoluble que parezca—no mejora, sino que empeora cuando es abandonado a su suerte. La intervención, por difícil que resulte, es necesaria. Pretender enterrarlo, o simplemente administrarlo, termina explotando en la cara de quienes así lo hacen. La segunda, se necesita estudiar a fondo, entender y evitar las acciones que aíslan a los sectores más pragmáticos en ambos lados, y en cambio, fortalecen a los extremos. Si esos extremos toman la iniciativa, el único lenguaje que prevalece tarde o temprano, es el de la violencia. En cambio, si se hace una revisión histórica, no simplista, sino compleja y detallada, se puede apreciar que cuando esos actores pragmáticos, en ambos bandos, reciben el respaldo e incentivos adecuados, el acercamiento de las posiciones es mucho más viable de lo que aparenta. Pero ello requiere un esfuerzo diplomático enorme. Algo similar a lo que estamos viendo estos días en los que varios países y organismos intervienen a la vez. Solo que habría que pensar en hacer ese tamaño de esfuerzos no solo cuando el incendio estalla, sino para resolver los temas de fondo que hacen a esos incendios estallar.
Analista internacional.
Twitter: @maurimm