Según Trump, el lunes por la noche, él pidió la renuncia a su consejero de seguridad nacional, John Bolton. Según Bolton, él fue quien renunció. Aunque sabemos que había muchos desacuerdos entre el presidente y su asesor, y que Bolton se encontraba ya aislado de la toma de decisiones en varios de los temas más importantes, según ciertos reportes que han estado emergiendo, el factor detonante de la renuncia fue Irán. Según otros reportes, el detonante fue Afganistán. Como sea, lo que podemos afirmar es que, sin duda, ambos temas influyeron en el desenlace. De modo que vale la pena revisarlos y, sobre todo, tratar de entender qué es lo que este episodio nos muestra acerca de Trump.
Al analizar estos casos, es indispensable considerar que, para este presidente en especial (y para una amplia base que le sigue), Estados Unidos no tiene por qué estar involucrado en conflictos “ajenos”, “lejanos”, que cuestan mucho dinero, que cuestan vidas estadounidenses y que tienden a prolongarse sin salidas palpables, siendo que no aportan ganancias tangibles o réditos claros a la superpotencia. Desde la visión de Trump, EEUU nunca debió invadir Irak y derrocar a Saddam Hussein o bombardear Libia y derrocar a Gaddafi. Para el mandatario, hace mucho que EEUU debió retirarse completamente de Siria y permitir que sean otros quienes resuelvan ese distante problema. Quizás la excepción a toda esta visión se encuentra en el combate al terrorismo, el cual Trump prometió “erradicar de la faz de la Tierra”. Solo para tal efecto, la superpotencia estaría justificada en enviar operaciones—siempre limitadas—que obtengan resultados rápidos, que consigan desmembrar o golpear fuertemente a cierta organización o a alguna de sus filiales, para luego retirarse del sitio lo más pronto posible. Sobra decir que la perspectiva que enarbola Trump choca de frente con los sectores más duros de Washington, algunos de ellos ubicados en las agencias de inteligencia, otros en las fuerzas de seguridad, otros en espacios académicos, en think-tanks , en el Senado o la Cámara de Representantes, y otros, por supuesto, en el Consejo de Seguridad Nacional y en la Casa Blanca. De todos esos actores considerados duros, probablemente Bolton es el campeón de los halcones.
Para Bolton (y a quienes su visión representa), EEUU debe ocupar espacios, hacer sentir su presencia en todos los sitios del planeta considerados estratégicos, no porque ello otorgue ganancias inmediatas a Washington, sino porque se trata de una proyección de su poder global. Se trata de no dejar vacíos que otros pueden ocupar, de contener el expansionismo de los otros superpoderes, de enviarles mensajes de fuerza y de hacer prevalecer los intereses de EEUU hacia el largo plazo. Eso implica costos monetarios, humanos y políticos, sin duda, pero en la visión de estos actores, es un precio que hay que pagar para mantener relevante a Estados Unidos como superpotencia global.
En el caso específico de Irán, para Bolton, el mayor error de Obama y quienes negociaron el acuerdo nuclear (el “peor de la historia” en palabras de Trump) fue haber dejado la opción militar fuera de la mesa. “Para parar a Irán, hay que bombardear a Irán”, escribió Bolton en 2015, en un editorial en el New York Times . Esto debía ser corregido por la administración Trump. El primer paso, obviamente, era salirse del pacto nuclear. Pero si se buscaba sentar a Irán a renegociar ese “pésimo acuerdo” en términos más favorables para EEUU, no bastaban las sanciones económicas. Se tenía que enviar el mensaje de que la Casa Blanca estaba completamente determinada a usar la fuerza si era necesario. Esto fue precisamente lo que no ocurrió el 21 de junio cuando Trump canceló el ataque que había ordenado contra las Guardias Revolucionarias iraníes tras el derribo de un dron estadounidense. Pero no solo se enviaba el mensaje de que Trump no quería una guerra, sino que, habiendo—nuevamente—retirado la opción militar de la mesa, se empezó a gestar una dinámica de posibles negociaciones en la que Teherán estaba demandando relajar la presión de las sanciones y Trump parecía ya estar dispuesto a hacerlo. La decisión de disminuir la “presión máxima” fue, entonces, la gota que derramó el vaso y Bolton era un obstáculo en el camino de Trump para avanzar en su agenda. ¿Por qué?
Porque la realidad es que, hasta ahora, la “presión máxima” sobre Irán no ha orillado a Teherán a renegociar absolutamente nada, mientras que, por contraparte, dicha presión ha debilitado las posiciones más pragmáticas del presidente Rohani y el ministro exterior Zarif, fortaleciendo las posiciones más duras en Irán de aquellos que llaman, ya desde hace rato, a escalar el conflicto con EEUU y sus aliados. Esta espiral, de proseguir, podría arrastrar a Trump a una guerra de esas de las que tanto critica, algo impresentable para su base, precisamente en tiempos de campaña electoral.
Lo de Afganistán es distinto, aunque relacionado. Por órdenes del presidente, y siempre con el “urgente” retiro de tropas estadounidenses en la mira, esta administración lleva ya nueve rondas de negociaciones con los talibanes, un grupo que aún se encuentra en la lista de terrorismo de EEUU, pero que no solo ha conseguido resistir ante la intervención liderada por Washington, sino que una y otra vez ha mostrado su capacidad para reconquistar territorio, incluso cuando lo vuelve a perder. A 18 años de los ataques del 11S que fueron planeados y coordinados desde ese país, y después de esos mismos 18 años de intervención militar, no se ve final a esa guerra o a la presencia de tropas de EEUU y sus aliados en ese territorio.
Justo por eso, después de haber incrementado el número de tropas estadounidenses en Afganistán (cosa que hizo muy a su pesar), Trump ha estado “anunciando” varias veces el retiro de dichas tropas, además de las que EEUU tiene en Siria. Sin embargo, cada vez que lo anuncia, se topa con el consejo de asesores como Bolton, quienes le indican que lo que había “anunciado” era inviable. Esto es lo que le llevó a la decisión de sentarse a conversar con los talibanes para llegar a términos que fuesen moderadamente aceptables a fin de poder salirse de ese “lejano” y “ajeno” embrollo. En teoría, los talibanes se harían responsables de “acabar” con el terrorismo en ese país (según el Índice Global de Terrorismo, Afganistán es el segundo país con más muertes por terrorismo en el planeta), incluidos los ataques propios, así como los ataques de otras agrupaciones como Al Qaeda o la filial afgana de ISIS. En la agenda de Trump, eso era más que suficiente para negociar el retiro de tropas estadounidenses y algún acuerdo político para que los diversos actores afganos se entendieran entre ellos. No obstante, conforme las negociaciones se fueron complicando, Trump tuvo que ir cediendo ante Bolton y otros, y tuvo que aceptar que el retiro de tropas estadounidenses iba a ser solo parcial y muy paulatino. Esto satisfizo a ciertos sectores dentro de los talibanes, pero no a todos. Y justo cuando había un acuerdo
casi sellado con el liderazgo talibán, un ataque terrorista en Kabul, perpetrado la semana pasada por sectores talibanes descontentos, o bien, ordenado desde arriba para extraer concesiones de último momento, orilló a Trump a echarse para atrás y cancelar todo este proceso. Hasta acá, obviamente, Bolton estaba conforme.
Lo que pasó, sin embargo, fue que Trump declaró que a pesar de lo que acababa de ocurrir, y a pesar de que el conflicto afgano seguirá vivo, él piensa igual retirar sus tropas de ese país, incluso si tiene que hacerlo unilateralmente. Y esa fue la otra gota que derramó el vaso con Bolton.
Acá quizás lo interesante es comprender que Trump no está pensando en geopolítica, sino en política: en su base, en los votos que puede ganar o perder, en sus promesas cumplidas o incumplidas, y eso, independientemente de la salida de Bolton, muy probablemente le va a seguir haciendo chocar con personajes ubicados en su propio partido y en sus círculos más cercanos de asesores hasta que deje la Casa Blanca.
Analista internacional.
@maurimm