Hay un elefante en la habitación de la OTAN. Mientras sus treinta miembros se encontraban esta semana en Madrid, y mientras se hablaba de la integración de Suecia y Finlandia a esa alianza, de los nuevos despliegues y la expansión armamentista, de los compromisos, de un nuevo “concepto estratégico” y de cómo la unidad de ese pacto militar podrá contener a los rivales como Rusia o los “retos” como China, en Washington se escuchaban testimonios que sugerían que un presidente saliente estuvo “participando activamente en una insurrección armada” para impedir que el Congreso validara la victoria de su contrincante y, del otro lado, se descalificaba a esos testimonios como una “cacería de brujas” orquestada por quienes “robaron la elección”. La cuestión es que ese expresidente es la misma persona que unos años atrás cuestionaba a esa misma OTAN, que ponía en duda si su país saldría automáticamente en defensa de algún aliado europeo que se lo solicitara, y es la misma persona que podría arribar nuevamente a la Casa Blanca en 2025. No se trata solo de él. Detrás de su figura hay una poderosa narrativa que sigue convenciendo a mucha gente en Estados Unidos. Si a eso sumamos condiciones materiales como la deuda y el déficit fiscal que hoy Washington tiene que arrastrar, o las condiciones políticas que impone la opinión pública estadounidense, el elefante en la habitación se empieza asomar con mayor claridad. Desglosemos el tema:

Primero, Estados Unidos se encuentra, desde hace años, implementando una política de repliegue estratégico, no de expansión. La “Doctrina Obama” consistía en el retiro de tropas y bases estadounidenses, y emplear alianzas locales para perseguir los intereses de la superpotencia. Trump no chocaba, en realidad, con esa estrategia. Ese presidente argumentaba que su país no tenía por qué estar defendiendo a “otros” que se “aprovechaban” de Washington, pagando guerras costosas, lejanas y ajenas, sin sacar réditos claros por hacerlo. Mucho mejor haría su país si se orientaba a defenderse de peligros “reales” como los que se ubicaban al sur de su propia frontera. Ambos presidentes, a pesar de ello, tuvieron que incrementar la presencia militar estadounidense en sitios como Afganistán, por ejemplo, pero en cuanto pudieron, pusieron en marcha importantísimos repliegues, tanto de ese país como de otros. Posteriormente, cuando Biden—quien fuera el vicepresidente de Obama y quien desde entonces defendía esos repliegues—asumió la presidencia, finalizó el retiro de Afganistán y hubiese continuado con más repliegues de no ser por el colapso que se sobrevino en agosto del 2021 en Kabul.

Segundo, este empuje por retirarse de distintas zonas no surge del vacío. Como ocurre con todas las grandes potencias de la historia, EU no cuenta ya con la capacidad de estar presente en todos lados al mismo tiempo y de defender toda clase de intereses de manera indefinida. Washington tiene una deuda que suma 30.5 billones de dólares (130% de su PIB en 2021), y opera con un déficit fiscal de más de 1,700 millones de dólares que solo hace a esa deuda crecer diariamente. Esto no significa que EU no pueda seguirse endeudando, sino que implica que cualquier decisión estratégica que suponga altos costos, tales como despliegues de tropas, necesita pasar por la pregunta de cómo se va a financiar e impone la necesidad de priorizar. Definir hacia qué espacios—y a cuáles no—se van a dirigir los recursos escasos, esto es: el dinero, el personal, la atención y el desgaste político que los despliegues internacionales suponen.

Tercero, vinculado con eso último, los grandes y casi eternos despliegues militares son muy mal valorados por la mayor parte de la opinión pública en Estados Unidos. Decenas de encuestas lo documentan. La mayor parte de estadounidenses considera que sus largas intervenciones militares no contribuyen a la seguridad del país, y aunque más de la mitad sí apoya causas específicas como el combate al terrorismo, el 70% aproximado (según de qué encuesta hablemos) desaprueba que Washington envíe lejos a grandes cantidades de tropas por amplios períodos de tiempo. Este cálculo contribuyó a los repliegues de soldados estadounidenses que estuvimos viendo durante años.

Cuarto, el discurso de Trump, como vemos, conecta eficazmente con esa opinión pública. Podríamos decir que, en parte, el de Biden también, solo que, en este último caso, el presidente ha afirmado que lo que Washington necesita, es reorientar su concentración plena hacia las amenazas más importantes: China y Rusia; y, por ende, reducir su atención de las zonas no prioritarias. Así, por ejemplo, hoy dedica enormes esfuerzos a la unidad de la OTAN e impulsa nuevos despliegues y gasto militar dirigido a defender a los aliados europeos, así como a impulsar sus alianzas y su presencia en Asia. Pero de pronto, Biden también asume que su población está dispuesta a pagar ciertos costos. Ahora mismo, por ejemplo, dijo que Estados Unidos está dispuesto a soportar y pagar el gas a precios elevados, “todo el tiempo que haga falta”.

La perspectiva de Trump, en cambio, es mucho más transaccional: ¿cómo se reparten los costos y qué es lo que exactamente gana Estados Unidos por invertir recursos en la defensa de esos aliados? Por ejemplo, si Washington va a defender a Corea del Sur frente a Pyongyang, ¿cómo exactamente es que Seúl va a pagar por los despliegues estadounidenses incluso durante ejercicios militares? En aquellos entornos en donde esto no quedaba clarísimo, Trump amenazaba con abandonar a sus aliados, porque para él no hay alianzas incondicionales. Esto incluía a la OTAN. John Bolton, su exconsejero de seguridad nacional, describe esta lógica de manera muy vívida en su libro, al grado que, como se explica en el texto, Trump estuvo a milímetros de sacar a EU de la OTAN.

Quinto, todo esto sería interesante como relato histórico, salvo que Trump no se ha ido a ninguna parte. A pesar de la evidencia que ha surgido durante las audiencias públicas por el asalto al Capitolio de enero del 2021, el expresidente no puede ser descartado como futuro mandatario por varios motivos. Uno, porque cuenta con un impactante respaldo—y control—dentro de su partido. Oponerse a Trump parece no redituar entre el sector republicano. Dos, porque su narrativa sigue teniendo eco en importantes sectores del país. Parte de esa narrativa indica que existe una conspiración desde el “Estado Profundo” que se dedicó a atacarle durante toda su gestión, que posteriormente le robó la elección, y que ahora ha lanzado una “cacería de brujas” en su contra. Pero otra parte de esa narrativa indica que los políticos tradicionales—en ambos partidos—se dedicaron durante décadas a vender al país sin asegurar que la superpotencia ganara en el camino. Tres, porque a Biden y a los demócratas no les está yendo nada bien en temas que son cruciales para el electorado tales como la inflación o la inmigración. Y cuatro, porque Trump no necesita obtener la mayoría del voto popular para ganar la elección. Basta con que, además de ganar el respaldo tradicional en estados típicamente republicanos, venza en ciertos sitios estratégicos (en donde Biden, por ejemplo, venció por muy escasos márgenes), para obtener la presidencia. En varios de esos sitios, por cierto, hoy la maquinaria de su partido está trabajando para colocar a funcionarios en espacios clave y, en lo general, para conseguir condiciones más favorables para las próximas contiendas.

Por tanto, la imagen que hoy EU está proyectando como líder de la alianza atlántica y como factor de unidad, tiene que ser examinada bajo el filtro de lo que está pasando al interior de ese país, sus gravísimas fracturas y divisiones domésticas, el filtro de lo que puede ocurrir ahí en los próximos años, y el filtro de la capacidad material y voluntad política de la mayor superpotencia para seguirlo siendo. En otras palabras, se necesita escuchar al mismo tiempo los discursos en Madrid, y los discursos en Washington en los que Trump es el villano que ha sido puesto en evidencia para unos, y el legítimo héroe defensor de causas justas y lógicas para otros.

Twitter: @maurimm

Google News

TEMAS RELACIONADOS