Las imágenes dieron la vuelta al mundo en pocos minutos. Un grupo de personas con el rostro cubierto, equipadas con armas de fuego de diversos tamaños, había ingresado de manera abrupta a las instalaciones de TC Televisión en Ecuador, mientras se encontraba en curso una transmisión en directo. “Estamos, las familias ecuatorianas, en una situación de incertidumbre total”, decía un periodista para RPP noticias, que reportaba los hechos. Su voz se escuchaba altamente agitada. “Este hecho rebasa todo lo que hubiésemos imaginado”. Mientras habla, las imágenes muestran a los delincuentes acosando al personal de TC Televisión con sus armas. Se observa cómo uno de ellos grita “por favor” juntando sus manos en señal de súplica. “Lo que deja de fondo”, continúa el periodista que analizaba los hechos, “es que ellos van contra el estado de emergencia…ellos van a ser los que asesinen primero…un grupo capaz de secuestrar a los periodistas, tomar las instalaciones de la televisora…de hecho seguía transmitiendo en vivo”. La voz continúa mientras que las imágenes de la toma de TC Televisión se siguen reproduciendo, una y otra y otra y otra vez. Todo esto que narro, nos remite a una dimensión paralela de la violencia cometida, que tiene que ver con el estado de terror inducido. Esto, especialmente en la era de comunicaciones que hoy vivimos, merece un comentario aparte. En ello concentro el texto de hoy.
Primero, esta conjunción de factores que tanto hemos vivido en México a lo largo de los últimos años, nos han llevado a estudiar de manera detenida, no ya solo las causas y evolución del crimen organizado en nuestro país (y sus conexiones transnacionales), sino lo que hay detrás de la dimensión psicológica de esa violencia, la evolución de los canales y métodos de comunicación que se emplean para propagar el terror, y luego, las repercusiones que esto produce en una sociedad afectada por alteraciones inducidas en sus actitudes, sus opiniones, sus conductas, hasta incluso producirse síntomas sugerentes de estrés postraumático (PTSD) entre la población (con todas las consecuencias psicosociales, económicas y políticas por esas afectaciones).
Interesantemente, uno de los elementos que detectamos entre 2010 y 2011 era la presencia de esos síntomas sugerentes de PTSD en zonas geográficamente alejadas de los hechos de violencia mayores que tenían lugar en esas épocas, así como una altísima correlación entre esa sintomatología y la exposición a medios de comunicación y a redes sociales. Es decir, estrés propagado a nivel nacional, no por tener contacto directo con los hechos de violencia, sino por tener contacto con la narrativa de esos hechos (a través de textos, audios, imágenes y videos). “No lo vi, alguien me lo contó”, nos decían los participantes de los estudios. La evidencia mostraba con contundencia el contagio del miedo y el terror de manera masiva.
Por supuesto que todo esto ha propiciado toda una discusión en México (que ahora podría trasladarse a Ecuador) al respecto de si esa violencia puede categorizarse como terrorismo o no. Varias personas hemos escrito infinidad de textos al respecto. No obstante, la palabra “terrorismo” es un término políticamente cargado, que es empleado frecuentemente por diversos actores al servicio de distintas agendas y, por tanto, tiende a malentenderse, o tiende a desvincularse de esa manifestación de violencia que sí existe y que necesita ser estudiada de manera diferenciada de otras clases de violencia. Así, dependiendo de posiciones políticas u opiniones varias, se argumentaba que había que catalogar o no como “terroristas” a los cárteles. En otras palabras, nos centramos en la terminología, y dejamos de enfocarnos en el fenómeno. En mis textos, he elegido emplear la palabra “cuasi-terrorismo” para hablar de determinados eventos de violencia en países como México debido a las similitudes, pero también las diferencias que ciertos actos cometidos tienen con el terrorismo clásico o convencional (como, por ejemplo, las motivaciones ideológicas, religiosas o políticas que existen en el terrorismo clásico). Otros especialistas del tema, como Brian Phillips, han preferido hablar de “tácticas terroristas empleadas por grupos criminales”.
Al final del camino, lo importante es entender de lo que estamos hablando: el tipo de violencia como la cometida al tomar por la fuerza un canal de televisión que transmite en vivo, no se limita a una dimensión material, sino que penetra en el universo de la comunicación. Se trata de actos comunicativos que usan a la violencia material tan solo como herramienta, con el objeto de inducir un terror colectivo en terceros (que como hemos demostrado, se contagia veloz y ampliamente) y así, a través de ese terror, canalizar reivindicaciones o mensajes, ejercer presión política, e incidir en la toma de decisiones.
Lo que pasa es que más allá de lo que de esto pueda analizarse en el nivel político—por ejemplo, la respuesta del gobierno ecuatoriano, o las rutas que sus acciones tomen—tenemos que empezar a hablar de esas otras víctimas que, así como en nuestro país, ahora en Ecuador crecen al por mayor: las víctimas del miedo. No estoy hablando simplemente de una “percepción de inseguridad” como frecuentemente miden las encuestas. Nuestra investigación en México va mucho más a fondo. Estamos hablando de no dormir, o de tener pesadillas cuando finalmente el sueño se concilia. Estamos hablando de ausentismo laboral, o bien, estar presentes sin realmente estarlo. Estamos hablando de síntomas físicos como los estomacales, asociados al estrés. Estamos hablando de querer huir de donde vivirnos (50% de respondientes en nuestro primer estudio del 2011 así lo reportaba). También de no poder hacerlo. Estamos hablando de afectaciones a nuestros patrones de conducta. De decidir no salir de casa (aunque los eventos del día hayan ocurrido lejos de donde vivimos). Dejar de pasear y consumir. Estamos hablando, en palabras de Zimbardo, del monstruo colándose en nuestra habitación, en el armario. Del sentido de vulnerabilidad, de sentirnos víctimas en potencia. Estamos hablando de la desesperanza.
Y también estamos hablando de otras repercusiones que esto tiene. La investigación ha mostrado que las personas que están bajo estrés o tienen miedo, tienden a ser menos tolerantes, más reactivas, y más excluyentes de otras personas (Siegel 2007; Wilson, 2004). Así es, se ha demostrado que la tensión generada por el miedo provoca un sentimiento de amenaza que obstaculiza la inclusión y favorece la discriminación (Canetti-Nisim et al., 2009). La exposición al terror ocasiona que las personas apoyen menos los esfuerzos de paz y las instituciones que los respaldan. Estos sentimientos pueden tener efectos sobre circunstancias que van desde las preferencias electorales o el apoyo político de medidas de mano dura (tipo Bukele), hasta el castigo colectivo a determinados grupos religiosos o sociales, incluyendo en algunos casos, el deseo de represalias violentas dirigidas hacia los “enemigos” percibidos (Hanes y Machin, 2014).
Así que, en efecto, por un lado, está la violencia material, las dinámicas del crimen organizado en ese y otros países, sus conexiones con redes de narcotráfico y otros negocios a través de las fronteras y su poder material para retar al estado ecuatoriano. Por otro lado, está la utilización del terror como estrategia—que se monta en nuestros patrones de conducta, por ejemplo, acceder y compartir videos una y otra vez en redes sociales—y, por tanto, los múltiples efectos psicosociales que ello genera. Ambos temas deben entenderse y atenderse.
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