El tema del terrorismo ha estado en nuestro radar desde hace años. En mi caso, el seguimiento a ese tipo de violencia comenzó incluso antes de los atentados de 2001 en Nueva York y Washington, pero se intensificó a partir de esos ataques. Uno de los asuntos que más analizamos en esa época fue el debate generado por la legislación antiterrorista que empezaba a emerger, como la Patriot Act. Podemos resumirlo así: pese a la oposición de diversas organizaciones y personas defensoras de derechos civiles y humanos, ese tipo de leyes otorgaba mucha mayor laxitud a las autoridades para intervenir y actuar bajo sospecha. Además, en el marco de la lucha global contra el terrorismo que impulsaba Bush, la posibilidad de actuar bajo sospecha no se limitaba al territorio estadounidense. Bastaba con designar a algún actor como “organización terrorista” para justificar intervenciones físicas, digitales o financieras orientadas a prevenir ese tipo de crimen. Con el tiempo, sin embargo, observamos cómo las distintas administraciones en Washington asignaban o retiraban etiquetas como “terrorista” o “país que apoya al terrorismo”, no tanto en función de lo que ocurría con esa violencia, sino más bien según las agendas políticas —internas y externas— del presidente en turno. Lo que nunca imaginamos en esos años es que algún día tendríamos que aplicar este tipo de análisis al caso mexicano. Pero, a la luz de los hechos de los últimos meses, vale la pena recuperar algunos elementos clave de esa discusión.

1. Conviene recordar que, según la evidencia disponible y la experiencia histórica, la designación de organizaciones como terroristas por parte de autoridades estadounidenses no necesariamente se correlaciona con un combate más eficaz contra ese tipo de violencia. Para documentarlo, basta revisar las publicaciones anuales del Índice Global de Terrorismo (del Institute for Economics and Peace) desde la década pasada hasta la actualidad. En ese repaso detallado pueden identificarse los factores más correlacionados con la actividad terrorista, los picos y descensos a lo largo del tiempo, los grupos más activos en todo el mundo y lo que ha ocurrido cada vez que Washington y sus aliados han desplegado toda su maquinaria contra estas agrupaciones (lo que, por supuesto, incluye las designaciones y la aplicación de la legislación antiterrorista). Esa revisión muestra que el terrorismo, lejos de desaparecer, en ciertos periodos ha crecido, ha mutado, se ha desplazado geográficamente y/o se ha dispersado. Hoy, por poner un ejemplo, tras años de combate, ISIS y Al Qaeda —con sus múltiples y diversas filiales— siguen brutalmente activas en decenas de países, algunos de los cuales ya han quedado fuera del radio de operación de Washington.

2. En cambio, lo que sí se observa es que, a lo largo de distintas administraciones —como las de Bush, Obama, Trump y Biden— las designaciones de terrorismo, así como su remoción, responden a las agendas del momento, a los objetivos políticos internos y externos de los presidentes en turno, o a su visión particular sobre cómo tratar a cierto actor, sea este Irán, los houthies, Sudán o quien sea. Estas consideraciones pueden ser legítimas o no, pero ese no es el punto central. Lo relevante es que dichas designaciones rara vez están vinculadas a una mayor o menor actividad terrorista, sino a las facultades legislativas y políticas que se activan al designar a un actor como tal, o bien, a las palancas —incentivos y/o castigos— que esa designación habilita para negociar. Ejemplos sobran. Basta pensar en cómo Trump ofrece a Sudán retirarle la etiqueta de “país que apoya al

terrorismo” a cambio de que acepte normalizar relaciones con Israel; o cómo él mismo designa a los houthies como terroristas antes de dejar la presidencia, luego Biden les retira la designación para poder entablar negociaciones, y posteriormente, con el regreso de Trump, se les vuelve a colocar en la lista.

3. Pero me concentro en el tema de la legislación. La teoría dice que un acto terrorista debe prevenirse, especialmente si nos introducimos en la mentalidad post 9/11. La lógica indicaba que los ataques terroristas de semejante magnitud no podían ser simplemente castigados una vez ocurridos. Se tenía que actuar en contra de organizaciones, países, finanzas y toda clase de actores que facilitaban o permitían que una actividad como esa tuviese lugar.

4. Además, vale la pena subrayar que la investigación muestra cómo, mientras mayor es el miedo en una sociedad, más dispuestos estamos a sacrificar libertades a cambio de lo que percibimos como mayor seguridad. En esos contextos, tendemos a apoyar medidas de mano dura y a desconfiar de los procesos tradicionales y de las instituciones de justicia. Por eso, no debe sorprender que ese tipo de legislación haya sido ampliamente popular entre amplios sectores sociales. Basta considerar que, en su momento, de los 100 senadores en funciones, solo uno votó en contra de la Patriot Act.

5. Lo que caracteriza a este tipo de legislación es, esencialmente, que otorga facultades para actuar bajo sospecha. Por ejemplo, se autoriza al gobierno a detener, sin necesidad de cargos formales, a personas extranjeras que sean consideradas una “amenaza a la seguridad nacional”. Se permite el allanamiento sin notificación previa al propietario; para ello, no se requiere evidencia concluyente, sino solo una “sospecha razonable” que vincule al propietario con “actividad terrorista” o “sospechosa de terrorismo”. También se habilita la intervención de comunicaciones y el acceso a registros personales —que van desde los médicos hasta los bancarios— con el único requisito de que exista una sospecha razonable de vínculos con actividad terrorista.

6. A medida que pasaron los años, la sospecha se volvió el estándar para la acción. Como podemos imaginar, hubo una gran cantidad de excesos. La intervención a las comunicaciones personales rebasó toda clase de racionalidad de seguridad, como fue documentado en las dos décadas que siguieron. Incluso senadores republicanos como McCain denunciaron los excesos cometidos en temas como torturas y detenciones que solo tenían la sospecha como fundamento. En numerosos casos, las autoridades tuvieron que pedir disculpas por ello.

7. Pero la cuestión es que, mientras todo ello ocurría, el terrorismo no disminuyó en el planeta. Al contrario, se incrementó hasta salirse de control durante varios años. Es cierto que los atentados de mayores dimensiones —como los del 9/11 en EU, o bien otros de alto impacto en Madrid, Londres o Mumbai— disminuyeron en frecuencia. Pero el fenómeno mutó: las organizaciones supieron adaptarse, encontraron canales para seguirse financiando y creciendo, multiplicaron sus filiales y continuaron atacando de otras formas en muchos países, incluido Estados Unidos, lo que resultó no solo en más atentados sino en muchas más fatalidades que las que hubo en 2001. Para 2016, quince años después de la aprobación de leyes como la Patriot Act, la ansiedad por posibles ataques terroristas en EU estaba en uno de sus niveles más altos, un tema que, por cierto, favoreció a Trump en aquella campaña.

De todo ello podemos extraer al menos estos tres temas centrales para México:

A. El primero es que la designación de varios cárteles como Organizaciones Terroristas Extranjeras o como Organizaciones Terroristas Globales Especialmente Designadas tiene, para la administración Trump, poco que ver con el fenómeno del terrorismo y mucho más que ver con su agenda política, particularmente la relacionada con la seguridad fronteriza y el tráfico de fentanilo. Por supuesto que podemos —como lo hemos hecho durante años— debatir internamente si ciertos ataques y tácticas de organizaciones criminales se asemejan al terrorismo. Pero esa es una discusión interna, que puede servir para otros fines. Los fines de Trump están mucho más ligados a la proyección de mensajes políticos, a la demostración de determinación para imponer orden y control en la frontera, y a generar la percepción de que se está actuando con firmeza para reducir el tráfico de drogas como el fentanilo. Si todo ello resulta o no en una menor actividad criminal —ahora catalogada como “terrorista”—en nuestro país, ello depende de muchos otros factores que no están vinculados con las metas políticas de Trump.

B. El segundo punto es que, a partir de que dicha actividad criminal en México es considerada como “terrorismo” por las autoridades en Estados Unidos, nuestro país comienza a ser percibido menos como socio y más como enemigo o fuente de amenazas. Esta percepción, claramente, ya existía entre ciertos sectores, pero ahora se formaliza. En ese contexto, el combate a las organizaciones criminales mexicanas pasa a formar parte de la lucha contra el terrorismo global. Se trata de un combate en el que, idealmente, podría haber mayor coordinación con las autoridades mexicanas, pero en el que dicha coordinación no es vista por muchos en Washington como indispensable y, para algunos sectores, incluso puede considerarse contraproducente.

C. Por tanto, estamos en una fase distinta en nuestra relación de seguridad con Estados Unidos. Siendo el país con el que tenemos la mayor cantidad de interacciones materiales, personales y económicas en todo el planeta, los actores interesados —del sector público, privado y social— deben entender que Washington ya no necesita evidencia sólida para actuar o intervenir en contra de grupos criminales o en contra de personas u organizaciones que asuma que les asisten. Basta una “sospecha razonable” para activar las medidas correspondientes. Blindar las actividades legítimas, en consecuencia, exige comprender no solo el marco legislativo relacionado, sino también el mundo de emociones y percepciones que detonan esas sospechas, y cómo éstas funcionan en la psique colectiva una vez activadas.

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