“Es peor, mucho peor de lo que usted cree”. Así inicia el libro La Tierra inhabitable—La vida después del calentamiento, de David Wallace-Wells publicado este año. Los estudios que han sido difundidos incluso después de esa publicación solo fortalecen las tesis de ese y otros autores: la velocidad a la que está ocurriendo el calentamiento global es mucho mayor de lo que hasta hace poco tiempo se pensaba, lo que convierte a este asunto, que ya era grave, en una situación de verdadera crisis, según algunos expertos. Hay incluso diarios que han decidido cambiar su lenguaje. En lugar de hablar de “cambio climático”, están utilizando ya “crisis climática”. Hace apenas unos días una joven de 16 años, Greta Thunberg, cimbró al mundo entero con un discurso que, más allá de la polémica, colocó el tema en la agenda a través de su capacidad de conectar con emociones profundas y con nuestra responsabilidad generacional. Pero al margen de las emociones, si reconocemos que estamos enfrentando una crisis, se vuelve indispensable hacer un diagnóstico frío, un balance que quizás debiera abrir la puerta hacia posibles estrategias de contención o salida a dicha crisis. Sin aspirar a tanto, coloco a continuación tan solo unas reflexiones desde el campo de las Relaciones Internacionales.

Probablemente vale la pena partir de que, para revertir la crisis climática, no basta con llamados a la buena conciencia de los habitantes de este planeta. No estoy negando la importancia de las campañas educativas, o lo mucho que se puede lograr con acciones pequeñas en lo personal, en lo familiar o en lo local. Lo que estoy diciendo es que el tamaño y velocidad del problema parecen indicar que las medidas para detenerlo no pueden depender de la buena voluntad de los individuos, de los actores económicos o políticos de nuestras sociedades. Se requiere de leyes e instituciones locales, nacionales, regionales e internacionales que hagan que la decisión de modificar severamente nuestros patrones de producción y consumo que generan contaminación no sea una decisión opcional, sino obligatoria. Más aún, debido a la dimensión del problema, la cooperación entre los estados que conforman la comunidad internacional se vuelve indispensable a fin de acordar reglas y parámetros mínimos, que reconozcan los distintos grados de desarrollo de las economías y las sociedades, pero que, a la vez, consigan compromisos y resultados proporcionales a la crisis.

En palabras simples, la crisis climática global solo se podrá contener y acaso revertir si es que existe un sistema sólido de arreglos e instituciones internacionales que propicien el diálogo para construir compromisos y acuerdos, mecanismos para implementarlos y estrategias para generar consecuencias cuando esos compromisos no sean cumplidos. Esto conlleva un requisito previo que parece obvio pero que no lo es: que esas instituciones existan, sean respetadas y gocen de buena salud.

Y si bien nuestra generación es responsable de muchas cosas como el no haber atendido esta problemática a tiempo, también hay que reconocer que al menos pudo crear instituciones con las que la generación previa, la de nuestros abuelos, no contaba. Estamos hablando, por supuesto, de todo un conglomerado de organizaciones internacionales que hoy quizás damos por hecho, pero que no siempre existió. Piense en algunos organismos como la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial del Trabajo, la Organización Mundial de Comercio, la UNICEF, la Agencia de la ONU para los Refugiados o la Corte Internacional de Justicia, por mencionar solo unos ejemplos. Estas organizaciones tienen incontables defectos, pero hasta ahora, son lo mejor que se nos ha ocurrido para intentar regular la anarquía internacional y contener las decisiones unilaterales de los estados que frecuentemente solo buscan avanzar sus propias agendas.

Gracias a ese sistema, con todas sus fallas, es posible afirmar que en materia climática no estamos en cero. Estamos, en efecto, muy lejos de lo que se necesita en términos de la crisis que se avecina, pero no estamos en cero, y un balance adecuado requiere comprender lo logrado, lo que hace falta, y los obstáculos con los que se han topado esos logros limitados.
En diciembre del 2015, ciento noventa y cinco países firmaron en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en París (COP 21) un acuerdo vinculante para reducir la emisión de gases de efecto invernadero a fin de limitar a 1.5 grados el aumento de la temperatura global en comparación con los niveles preindustriales. No solo se estableció un compromiso para reducir las emisiones contaminantes, sino que se acordó un mecanismo de transparencia y de consecuencias para los países que incumplieran sus compromisos, además de otras estrategias como fortalecer las acciones de los gobiernos locales y de la sociedad civil. Más allá de lo pactado, la COP 21 fue el resultado de negociaciones muy intensas en las que además de los gobiernos de esos 195 países, participaron empresas, organizaciones no gubernamentales y otros actores de distintas sociedades, y, sobre todo, la demostración de lo que se puede conseguir entre tantos actores cuando se entiende la importancia de un sistema de arreglos internacionales que pueda aportar un marco para dialogar, acordar y tomar acción en algo tan crítico.

El problema es que, unos pocos años después, ese mismo sistema de arreglos internacionales está bajo ataque, y no solamente porque Trump decidió sacar a EEUU (uno de los dos países que más contaminan el planeta) del acuerdo climático mencionado, sino por el crecimiento global de los movimientos populistas y nacionalistas, los “yo-primero-ismos”. Movimientos que, mediante mensajes fáciles de digerir, proponen soluciones simples a problemas que la gente percibe como los más inmediatos e importantes. Guerras comerciales por doquier, amenazas de imposición de aranceles por encima de los permitidos según las reglas existentes, el abandono de tratados y pactos que requirieron años enteros y mucho esfuerzo de negociación, advertencias de que, ante cualquier disputa internacional, se privilegiará el uso de cortes locales y leyes nacionales por encima de los tratados y acuerdos internacionales, son todos síntomas de un entorno multilateral brutalmente debilitado. En otras palabras, si cualquiera puede desconocer la firma del país que representa, despedazar los tratados existentes, o abiertamente violar las reglas internacionales, entonces se crean desincentivos para futuras negociaciones en temas cruciales.

Como resultado, en materia climática, estamos ante dos retos monumentales que se cruzan como tormenta perfecta. Primero, el problema del calentamiento global que ya desde aquél 2015 sabíamos que era grave, hoy sabemos que es peor de lo que entonces pensábamos. Y segundo, los mecanismos multilaterales para replantear lo que ya teníamos acordado, y
conseguir nuevos arreglos acordes a los datos que ahora tenemos, hoy están enormemente debilitados.

Por ello, es indispensable que países como México, quienes creemos en el valor del multilateralismo y en los mecanismos de diálogo entre las naciones, hagamos de manera activa todo cuanto sea posible para dotar de oxígeno a lo que es, quizás, lo único que puede salvarnos: el fortalecimiento de instituciones y reglas internacionales, y la acción coordinada entre los distintos países del globo para si no revertir, al menos contener la crisis a la que inescapablemente nos enfrentamos.

Analista internacional.
Twitter: @maurimm

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