Trump no se ha ido a ninguna parte. Mientras Biden se encuentra en la costa inglesa, participando en la cumbre de las siete mayores economías del planeta para luego viajar a la reunión de la OTAN, muchos actores parecen tener claras varias cosas: primero, lo sucedido en esos mismos foros, pocos años atrás con su antecesor; segundo, que Biden intenta contar otra historia sobre Estados Unidos, su responsabilidad y su proyección internacional; tercero, que al mismo tiempo que Biden cuenta esa otra historia, Donald Trump y sus teorías de fraude electoral y conspiración siguen siendo inmensamente populares en Estados Unidos; cuarto, que ese expresidente mantiene el control del partido republicano y quienes se atreven a oponerse están pagando el costo; y quinto, que todo indica que se intentará reelegir en 2024. Así que, vayamos por partes.
Biden y el equipo con el que está gobernando, como ya lo sabemos, buscan enviar el mensaje de que Estados Unidos está de regreso. Lo está para cumplir con sus compromisos previos—como lo es el acuerdo climático de París, o el acuerdo nuclear con Irán—pero lo está también para enfrentar los retos actuales y futuros como la pandemia, la crisis económica planetaria o la necesidad de ir más allá de París para detener el calentamiento global. En su visión, el liderazgo de Estados Unidos importa para poner en marcha medidas colaborativas y coordinadas con sus aliados a fin de estar a la altura de esos retos. De igual forma, esas acciones coordinadas con sus aliados son indispensables para poder competir y confrontar a China y a Rusia, los dos mayores rivales de Occidente.
Por ello, Biden cuenta la historia de que el trumpismo aislacionista y nacionalista quedó atrás. Atrás quedaron esos días en los que Europa era una “rival estratégica”, o en los que la OTAN era una alianza “obsoleta”; los días en los que el presidente estadounidense se paraba de la mesa y se regresaba a Washington antes de lo previsto, llamaba al primer ministro canadiense “debilucho”, o dejaba de saludar a Merkel, para después reunirse con Putin en privado, entre risas alegres y sin la presencia de asesores.
Estados Unidos, habiendo dejado todo aquello en el pasado, es ahora una potencia que entiende y afronta sus responsabilidades, dice Biden, y por ello pide la confianza y el compromiso de sus contrapartes.
De manera paralela, sin embargo, en su propio país hay otra historia que se cuenta con un importante nivel de impacto. Ese otro relato dice que Biden es un presidente ilegítimo. Solo llegó a la presidencia tras un fraude masivo. Más aún, desde hace ya años, se han esparcido teorías que indican que Estados Unidos está dirigido desde los sótanos por un grupo de pedófilos satánicos, posicionados en el mundo de la política, los espectáculos y los negocios. Según esa creencia, Trump habría sido reclutado por militares con el objetivo de combatirles, pero desde la “profundidad” del Estado, sus oponentes trabajaron incansablemente para deshacerse de él. Primero, orquestaron una investigación especial para vincularlo con Rusia y su intervencionismo en la política interna de EEUU; luego, le fraguaron cargos de destitución e intentaron sacarlo de la presidencia, y por último pusieron en marcha un fraude electoral masivo que finalmente logró impedir su reelección.
Según una encuesta publicada la semana pasada por el Public Religion Research Institute, 15% de estadounidenses, y específicamente, una cuarta parte del electorado republicano, cree que todo lo anterior es verdad. Pero lo más preocupante es que el 55% de votantes republicanos piensa que al menos ciertas partes de esa historia son correctas, siete de cada diez creen en el fraude electoral y el 15% de estadounidenses considera que solo mediante la violencia es posible eliminar a esa secta satánica del poder.
Por tanto, todo lo que tiene que hacer Trump es atizar las llamas y el incendio renace. A pesar de que los resultados electorales fueron certificados por cada estado de la Unión y por el Congreso, al día de hoy sigue habiendo intentos por parte de legisladores republicanos y equipos de abogados para revertir dichos resultados, o una parte de ellos, en estados como Pensilvania, Georgia o Arizona. Adicionalmente, al interior del partido republicano, basta denunciar al expresidente u oponérsele de alguna forma, para recibir el castigo de las mayoritarias fuerzas que le apoyan.
Entendiéndolo bien, los senadores republicanos bloquearon una investigación independiente y bipartidista en torno al asalto al Capitolio el 6 de enero. Asimismo, varios congresos locales dominados por el partido republicano, están modificando leyes electorales en sus estados, intentando restringir algunas de las condiciones que favorecieron la victoria de Biden en la última elección. Esto incluye, por ejemplo, limitar las facilidades para el voto por correo.
Al final del camino, esta es la realidad: dada la composición del colegio electoral, dado el peso que en éste tienen los estados que tradicionalmente votan por el partido republicano, y dado el impacto que las restricciones electorales podrían tener sobre votantes tradicionalmente demócratas, un futuro candidato como Trump, no requiere convencer a la mayoría de estadounidenses acerca de su historia. Basta con que sostenga un apoyo relativo entre el 47% que le respaldó en 2020 (o quizás incluso menos que eso), y afine su eficacia en aquellos estados específicos en los que Biden ganó por un pelo, y sus posibilidades de recuperar la presidencia se abren inmensamente.
La cuestión es que esto tiene implicaciones internacionales muy relevantes. Aún creyendo plenamente en Biden y en su equipo como personas y políticos comprometidos con el mensaje que buscan transmitir, es imposible descartar el poder que conservan Trump y su narrativa. Solo que, en esa narrativa, Estados Unidos tiene que mirar hacia adentro antes que hacia afuera. Porque en esa otra historia, los aliados de Washington solo se aprovecharon de la inocencia de sus líderes, sacando ventajas sin pagar los costos. En esa otra historia, Estados Unidos no debe pelear las “guerras de otros” ni comprometer recursos o personas para defender a nadie, si no obtiene réditos claros por hacerlo. En esa otra historia, el cambio climático no existe, la ciencia no debe informar la toma de decisiones y China puede ser combatida mientras también se combate a los supuestos socios, lanzando contra ellos otras guerras comerciales o diplomáticas, o cancelando acuerdos internacionales negociados y firmados por otras Casas Blancas en las que él no habitaba.
Como consecuencia, mientras Biden a lo largo de estos días, intenta curar las heridas y restablecer las alianzas de la superpotencia, todas sus contrapartes comprenden bien que hoy por hoy, nada ni nadie puede garantizar la supervivencia del liderazgo que promete, los acuerdos que establezca, los compromisos que haga o las firmas que plasme. Su narrativa tiene una robusta competencia en casa.
Analista internacional.
Twitter: @maurimm