En un artículo de opinión, Ezra Klein rescata la esencia de lo que se pierde cada vez que ocurren asesinatos políticos como el de Charlie Kirk, hace unos días. Klein sostiene que Kirk practicaba la política de la forma correcta. El autor podía no coincidir en casi nada con ese aliado de Trump. Pero al ejercer su legítimo derecho a un discurso libre, debatir sus ideas, defender la posibilidad de disentir y, al mismo tiempo, persuadir a otros a través del diálogo, Kirk encarnaba una forma de hacer política que hoy, lamentablemente, se ve brutalmente vulnerada con su asesinato. La cuestión, sin embargo, es que más allá de lo que Klein señala, hay una evolución preocupante en países como Estados Unidos respecto a la legitimación del uso de la violencia como vía para alcanzar objetivos políticos. Y aunque el debate de hoy se centre en este caso, podemos rastrear ese tipo de violencia en los últimos años en EU, e incluso observar cómo ha ido evolucionando entre el extremismo de derecha y el extremismo de izquierda, hoy aparentemente en aumento. Ello nos permite identificar los factores que detonan procesos individuales y colectivos de radicalización, que terminan derivando en asesinatos o en otras formas de violencia. Veamos:

1. Cuando tuvieron lugar las marchas por George Floyd en EU, y se observó que dentro de los grupos de manifestantes algunos individuos se volvían abiertamente violentos, el Instituto Cato publicó un estudio. Según los datos hacia 2020, los ataques cometidos por extremistas de derecha en EU, entre 2001 y ese año, habían ocasionado aproximadamente 15 veces más muertes que los perpetrados por extremistas de izquierda. En ocho de esos años, los extremistas de derecha fueron responsables del 100% de las muertes; y en otros tres —incluidos 2018 y 2019— de más del 90%. Esto no significa, sin embargo, que la violencia motivada por ideologías de izquierda, u otras, fuera inexistente. Simplemente era bastante menos frecuente.

2. En cambio, hoy podríamos estar frente a tendencias distintas. En sus estudios de 2024, Robert Pape, politólogo de la Universidad de Chicago, encontró que el 10% de los encuestados consideraba justificado usar la fuerza para impedir que Donald Trump llegara a la presidencia. Un tercio de quienes respondieron así afirmó además poseer un arma. El otro extremo era igual de inquietante: 7% dijo apoyar el uso de la fuerza para restaurar a Trump en el cargo, y la mitad de ellos declaró estar armada.

3. El asunto es que, en el campo anti-Trump, esas tendencias parecen ir en aumento. El propio Dr. Pape escribió hace unas semanas en el New York Times: “Estamos viendo una política más radicalizada y un mayor apoyo a la violencia que en cualquier otro momento desde que hemos estado realizando estos estudios en los últimos cuatro años”. En su encuesta más reciente, realizada en mayo, casi 39% de los demócratas coincidió en que sacar a Trump del cargo por la fuerza sería justificable. Al mismo tiempo, casi una cuarta parte de los republicanos afirmó que sería justificable que Trump usara al ejército para reprimir las protestas contra su agenda. En palabras simples, hoy parecen ser más los demócratas que justifican el uso de la violencia política que los republicanos, y la brecha ha estado creciendo en este año.

4. Estos datos tienen causas y motores específicos. Según Moghaddam, la radicalización avanza como si fuera una escalera ascendente. En los peldaños más bajos, las personas perciben que algo está mal con su entorno y deciden participar políticamente para intentar cambiarlo o incidir en él. La gran mayoría se queda en esos peldaños iniciales. Pero hay un grupo que comienza a frustrarse al percibir que los canales tradicionales de participación no son eficaces para alcanzar sus metas. Entonces empieza a subir en esa escalera. Conforme, desde su percepción, se agotan las vías pacíficas de acción política, un número más reducido de individuos llega a concluir que solo la violencia puede lograr los objetivos que buscan y decide actuar, ya sea en solitario o de manera coordinada con alguna organización que refuerza aún más ese proceso de radicalización.

5. Sin embargo, se trata de procesos que no son lineales y que pueden presentar picos y descensos. Por ejemplo, Trump no solo fue, en 2016, un candidato que energizó a las bases republicanas tradicionales, a conservadores, a evangélicos o a determinados empresarios. También despertó esperanzas entre la derecha radical, entre supremacistas y nacionalistas blancos que antes operaban desde las márgenes y que ahora, finalmente, sentían una conexión con el sistema político y veían una posibilidad de alcanzar el poder. Cada vez más simpatizantes se sumaron a las causas de la derecha extrema, participaron en mítines políticos y en sitios de internet, y llevaron al centro del debate sus temas, preocupaciones y convicciones sobre estar siendo “reemplazados por judíos, negros, latinos e inmigrantes”, junto con sus teorías conspirativas, esperando que la movilización política les diera algún rédito.

6. Pasado el tiempo, sin embargo, entre algunas personas específicas se desató —o se reactivó— el proceso de radicalización que menciono. Hacia 2020, muchos simpatizantes de Trump comenzaron a sentirse decepcionados y a perder confianza en los mecanismos tradicionales de participación, especialmente al percibir que su presidente era incapaz de cumplir sus expectativas. Esto se potenció con la victoria de Biden y las acusaciones de fraude electoral promovidas por Trump y su base. En esa escalera de radicalización, algunos ascendieron un peldaño más y tomaron la decisión de recurrir a la violencia entre 2020 y 2021. De ahí surgieron eventos como el plan para secuestrar a la gobernadora de Michigan, los episodios violentos del 6 de enero de 2021 y otros posteriores, como el ataque contra el esposo de Nancy Pelosi.

7. Sin embargo, podríamos decir que el retorno de Trump este año ha vuelto a energizar a un sector importante que percibe que las puertas para alcanzar sus metas a través de la política se están reabriendo.

8. En cambio, en una porción creciente del campo opuesto parece estar ocurriendo justamente lo contrario. Esto no significa que se trate de la mayoría de las personas, ni que debamos interpretar de manera literal las encuestas de investigadores como Pape. Es decir, el hecho de que 39% de los demócratas apoyaría el uso de la violencia para sacar a Trump de la presidencia no implica que necesariamente ese porcentaje participaría activamente en una rebelión. Sin embargo, sí debemos entender que quienes sí deciden actuar por medio de la violencia lo hacen desde convicciones similares.

9. Por tanto, a los dos intentos de asesinato contra Trump, así como a otros ataques —como los dirigidos a instalaciones relacionadas con Tesla, contra las fuerzas de ICE, o los perpetrados por personas de ideología de derecha, y ataques contra personas que profesan religiones como el judaísmo o el islam—, ahora debemos sumar este último asesinato: el de Charlie Kirk.

10. Como conclusión: Independientemente de las motivaciones específicas del asesino, ya podemos afirmar lo siguiente:

a) La aprobación del uso de la violencia política en EU ha crecido a niveles no vistos en décadas. Esto incluye motivaciones ideológicas muy diversas, tanto de izquierda como de derecha.

b) En años previos, los ataques motivados por ideologías de derecha superaban ampliamente a los perpetrados por personas con ideologías de izquierda. Sin embargo, los datos recientes indican que esto podría estar cambiando. Lo que sabemos con certeza es que, aunque en ambos polos la aprobación de la violencia ha crecido dramáticamente, es en el campo anti-Trump donde ha aumentado más, lo que inevitablemente se traduce en ataques como el ocurrido contra Kirk hace unos días.

c) Para revertir estos ciclos, en teoría, sería necesario un proceso estructural de despolarización que genere efectos concretos sobre la percepción en ambos campos y que los canales para el diálogo, el debate y la política tradicional permanezcan abiertos, fluidos y eficaces. Algo similar a lo que sostiene el texto de Klein que comento al inicio.

d) Lamentablemente, sin embargo, la experiencia histórica muestra que este tipo de asesinatos suele tener el efecto contrario y tiende a alimentar la polarización preexistente. Ante ello, no bastan los buenos deseos ni los llamados al buen comportamiento, por más bienintencionados que sean. Detener estos procesos requiere comprensión profunda de cómo funcionan y un enorme esfuerzo para intervenir en ellos.

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