“Se entiende mejor lo que sucedió el domingo y lo que está sucediendo en este ciclo en la Argentina si uno recuerda que hace 22 años hubo un colapso en la relación entre la ciudadanía y la política”, escribe Carlos Pagni en La Nación. “Una crisis de representación donde los representados no se ven en el representante, como si fueran actores que actúan mal el personaje”. Lo interesante es que no se trata de un fenómeno exclusivamente local. Lo que ha ocurrido en Argentina hace unos días tiene muchas vertientes para el análisis, por supuesto. Las encuestas previas a las elecciones primarias en ese país otorgaban a Javier Milei entre 19 y 20% de intención de voto. En cambio, Milei resultó el candidato más votado con 30% de preferencias. Estamos hablando de un candidato autodefinido como anarco-libertario, cuya propuesta se centra en transformar de fondo el sistema y despedir a “la casta”, la clase política “parásita, criminal e inútil”. Dejo a las personas que son expertas en asuntos internos de ese país o en asuntos latinoamericanos la revisión de esos temas. Me interesa el ángulo de lo global, porque estamos ante factores que se están repitiendo en infinidad de sitios y que, por tanto, nos hablan no solo de una parte del sistema, sino del sistema en su conjunto.
Las condiciones económicas (en ese y en cualquier país) importan. Sin duda. Es imposible entender la situación argentina sin considerar el costo que tienen que pagar las personas por una inflación del 115%, toda vez que esa es su experiencia inmediata relacionada con las decisiones y políticas públicas de su gobierno. El supermercado, las cuentas, el bolsillo, el no poder llegar al final de la quincena cuando todo sube. Si además de ello consideramos el rol que juegan el deterioro en otras variables como la desigualdad o la pobreza, el coctel es explosivo. Pero eso explica apenas una parte de la situación. Quizás una parte de la alta desaprobación del gobierno de Alberto Fernández (70%) o la percepción de ineficacia que de él se tiene. Pero hay más. Un sector importante del electorado considera que esta no es solo una ineficacia del peronismo o del último gobierno, sino en general, de la clase política, de “la casta”, lo que nos regresa a lo que decía Pagni arriba y nos traslada hacia otros factores.
No se trata solamente del desgaste o de la desigualdad socioeconómica a nivel material. Hay que incluir en el panorama un nivel emocional, es decir, el de la desigualdad percibida. El sentimiento de coraje y frustración que se produce cuando un sector de la sociedad concluye que la crisis no golpea de manera pareja a todas las personas, y que la clase política no solo es incapaz de detener la debacle, sino que evade sus consecuencias. Esto, que se repite en tantos sitios del globo, ocasiona que un discurso de alguien que viene de “fuera” de ese mundo institucional, termine resonando entre tanta gente. Hacer más chico a un gobierno torpe e ineficaz tiene, para ese sector, absoluto sentido. Bajarles el sueldo, por supuesto que también. Correrlos o “sacarlos a patadas” por “inútiles, criminales y parásitos”, aún más.
Como dije, se trata de fenómenos globales. Según el barómetro de confianza Edelman 2023, en la mayor parte del mundo existe una altísima desconfianza en instituciones como gobiernos o medios de comunicación tradicionales. “Los gobiernos y los medios alimentan un ciclo de desconfianza”, dice el reporte, “y son vistos como fuentes de información desorientadora”. A nivel global, solo cuatro de cada 10 personas confían en los líderes
gubernamentales. Y sí, dice el barómetro, la desigualdad de ingresos genera “dos realidades de confianza”. En otras palabras, la desconfianza crece cuando la brecha entre quienes más y menos tienen se incrementa. A su vez, la desconfianza alimenta la polarización y, en un círculo vicioso, la polarización también contribuye a alimentar la desconfianza (64% de argentinos, por ejemplo, considera que su país está más dividido hoy que en el pasado). En cambio, en esa muestra global, muchas más personas confían en empresas y en el sector privado o en organizaciones sociales que en gobiernos o medios. En el caso concreto de Argentina, solo el 20% de personas confía en el gobierno y solo cuatro de cada diez confían en los medios de comunicación tradicionales. Mucha más gente confía en el sector privado.
Es ahí en donde, nuevamente, un discurso que propone cortar de tajo pedazos enteros del aparato gubernamental y “volverlo más eficiente”, discurso emitido por un exprofesor de economía que no solo sabe de cuestiones técnicas, sino que entiende cómo leer y vincularse con estas emociones, termina por encontrar el sentido en ese sector de la población. Lo que dice suena prudente, y conecta no con la verdad, sino con lo que la gente siente que es verdad.
Esto nos lleva a un siguiente tema, el pesimismo y el miedo. Siguiendo la lectura del barómetro de confianza Edelman, el planeta está plagado de ansiedades por la economía o por la violencia. El reporte muestra que, en el caso argentino, seis de cada diez personas sienten que su situación va para peor; 68% reporta tener miedo por la violencia en las calles, y seis de cada 10 temen por el desarrollo del país.
Es en este contexto que debemos entender un análisis que podría aplicarse a esa sociedad en concreto, pero también a muchas más. Existe, en la percepción de un sector de la ciudadanía, una clase política que es tan ineficaz como corrupta o hasta criminal, la cual se encuentra absolutamente desconectada de la realidad que se vive en las calles, que no tiene la capacidad de “entender lo que vivimos”, y que no resulta igualmente afectada como la mayor parte de la sociedad (ni esa clase política, ni tampoco todos aquellos otros sectores sociales que se benefician del sistema). Mientras más cercano es percibido algún personaje o partido a ese sistema (partidos de oposición incluidos), más de esas emociones activa.
En cambio, viene una persona percibida como ajena al mundo de la política tradicional, quien mediante un lenguaje disruptivo muestra que comprende y empatiza con la ira, la frustración y el hartazgo, y comunica propuestas simples, fáciles de asimilar, que parecen tener sentido, y como resultado, logra respaldos impactantes. La frase “al carajo con la casta” enciende y resuena. Eliminar toda clase de ministerios, también resuena. Dolarizar para terminar con esa inflación que corroe todos los días el bolsillo, conecta. Eliminar al “ineficiente” Banco Central también.
Ahora bien, de ese discurso a la implementación real de esas propuestas hay un amplio trecho. Falta una primera y segunda vueltas electorales, y faltará entender la composición del Congreso para ver con qué respaldos contaría o no contaría un presidente como él y en todo caso, faltará ver cómo se comportaría ya en el poder. Pero las lecciones, desde un ángulo global, son muchas.
Si la desconfianza en la política tradicional, en las instituciones como los gobiernos, o como los medios de comunicación tradicionales, o el sentimiento de que esos gobiernos son
corruptos e ineficientes, se encuentra presente en siete de cada diez países del mundo, entonces, ¿cómo se reconstruye (o construye) esa confianza en macro y microentornos como los que hoy se viven en el planeta? ¿Cómo se restablecen las relaciones entre política y sociedad? ¿Cómo se trabaja con las ansiedades económicas? ¿Cómo se comunica una verdad basada en ciencia, en datos, de maneras más eficaces? ¿Qué es lo que provocan las empresas que sí genera esa confianza que la mayor parte del sector público no genera? ¿Existen propuestas alternativas que sean viables y que, a la vez, muestren que existe empatía y entendimiento de emociones como el hartazgo o la frustración, y que se puede lidiar con ellas sin tener que mandar “al carajo” a todo el mundo, incluidos ministerios o instituciones como un banco central?
En fin. Hay mucho que pensar al respecto.
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