Este es un terreno que no me es simple. Busque usted en mis análisis lo que guste acerca de una gran parte de conflictos en el mundo—de Somalia a Nigeria, de Mali a Siria, de Ucrania a Egipto, o ahora por supuesto, el conflicto de Gaza/Israel—lo que los detona, lo que los mueve, lo que les conecta con otros; incluso de pronto, un par de propuestas para desactivarlos. Pero no me pida, de favor, tener que explicar a un periodista o un lector, la diferencia entre un judío y un israelí porque me entra el nervio y se me sale lo “analista”. Se me aparece el fantasma, se me encienden la historia, las voces y los murmullos silenciosos, las rutas que deseándolo o no, me han marcado y definido. Hago, sin embargo, el intento, y lo hago como dirían los colombianos, porque toca.
Cada vez que se detona un estallido armado entre Israel y otros actores (no solo Hamás o la Jihad Islámica, sino también con Hezbollah, por ejemplo), explota de manera paralela una serie de guerras narrativas. En algunas de ellas, lo que se da es una batalla por la razón de la historia, por la “verdad” de los hechos pasados. Cada quién esgrime sus argumentos—los cuales hoy se trasladan a las redes sociales, como es natural en el mundo en que vivimos, de maneras cada vez más reducidas, breves, mediante tuits, hashtags, videos cortos o fotografías “que lo dicen todo en un instante”—a través de lo cual el emisor del discurso “evidentemente” siempre “está en lo correcto”.
Pero de pronto en estas guerras narrativas, una línea se cruza de manera grotesca. Empieza con una aparente simple confusión no de mala fe: “Los judíos______ (llene el resto de la frase con lo que usted guste)”. Sabiéndolo o no, el periodista, lector, usuario, que trae a “los judíos” a colación, está invocando demasiados siglos de historia como para poder siquiera entenderlo. Repentinamente y sin comprender cómo llegamos a ello, escuchamos consignas como “Hamás, Hamás, Hamás ¡todos los judíos al gas!”, o como durante el conflicto Hamás-Israel del 2014, se podía leer en una página de Facebook acá en nuestro país: “Los judíos son extranjeros, ¡fuera de México!”. O como hace unos días, en la universidad en donde estudia mi hija en Estados Unidos: una manifestante con una cartulina que dice “Por favor, mantenga al mundo limpio”, y se observa a una persona tirando los desechos a un bote de basura color azul con la estrella de David en grande. La sola idea detrás de eso, supondría tirar a la basura no solo a habitantes judíos de Israel, sino incluso las ideas o pensamiento de judíos que se oponen frecuentemente a las políticas de ese estado, desde Bernie Sanders hasta Noam Chomsky, Naomi Klein o Yuval Noah Harari. O en determinados momentos la propia Ruth Bader Ginsburg. Como si los “judíos”, así en plural, son “basura” que hay que desechar.
Se trata de un fenómeno que sucede lo mismo en Inglaterra que en Francia, en Argentina, en México o en Estados Unidos. Está enormemente estudiado y documentado. Y muy probablemente es inevitable. Sin embargo, es imposible dejar de hacer un intento por clarificarlo para que lo escuche quien quiera escucharlo: Israel es un estado, el cual se conduce a través de políticas, como cualquier otro estado del planeta, que pueden ser correctas o incorrectas, adecuadas o inadecuadas, pero que no dejan de ser las decisiones del gobierno en turno. Su conducta, por tanto, puede ser evaluada con herramientas que corresponden al análisis político, al estudio de las Relaciones Internacionales—empleando la teoría que el historiador o analista decida emplear, desde el realismo político hasta teorías más postmodernas—o a cualquier otra perspectiva o ángulo de las ciencias sociales, económicas, conductuales o humanas. No todos los israelíes son judíos, ni todos los israelíes necesariamente concuerdan con las políticas de su gobierno. En ese país existe una activa y vibrante opinión pública, a la cual hoy se puede echar un vistazo inmediato a través de internet. Esa opinión, en ciertos momentos respalda en mayor o menor medida a sus gobernantes, por causas no distintas a lo que se ha estudiado acerca de asuntos opinión pública y conductas sociales en diversas partes del mundo.
Los judíos que vivimos fuera de Israel y somos ciudadanos de decenas de otros países, no “votamos” por el gobierno que hoy lo dirige ni somos responsables por las decisiones que toma en este o en cualquier otro momento. Muchos judíos sienten la necesidad de defender la política de ese estado, y están en su completo derecho de hacerlo. Otros judíos, sencillamente no están de acuerdo con la forma de conducirse de este o muchos gobiernos israelíes, y así lo expresan de manera clara y fuerte. Solo explore la prensa en Estados Unidos o Europa y se dará cuenta de ello.
A mí, un judío mexicano—quien, hasta donde está enterado, es reconocido como ciudadano de pleno derecho de este país que ama y al que dedica su vida y trabajo—me mata ver gente morir, mucho más si son civiles inocentes, sin importar su raza, nacionalidad, religión u origen. Ni mi judaísmo ni mi pasado me obligan a justificar las acciones de nadie y lo expreso con toda libertad cuando analizo este o cualquier otro conflicto. Al hacer mis análisis, no obstante, busco aportar un poco en la comprensión del por qué las partes beligerantes, incluido el gobierno israelí, se comportan como se comportan, actividad que llevo a cabo al respecto de todos los conflictos que analizo.
Criticar las políticas del gobierno que dirige un determinado país durante el período para el que fue electo es una cosa que sucede constantemente, para efectos de Israel o de cualquier otro estado en el planeta. Eso no es ni antisemitismo ni antisionismo, como no es “anti-mexicanismo” criticar las políticas del PRI, del PAN, de Morena, o de cualquier persona en el gobierno. El antisionismo, a diferencia de lo anterior, podría entenderse como el estar en contra de la idea o la esencia misma del Estado de Israel, no de las políticas del gobierno en turno.
Pero el antisemitismo es otra cosa. Aunque el término acuñado por el alemán Wilhelm Marr, contiene el error de origen de equiparar a judíos con “semitas”, tanto lo que pretendía Marr al acuñarlo, como lo que hoy entendemos cuando esa palabra es emitida, es absolutamente transparente. Eso que quiso decir Marr—la hostilidad o discriminación a los judíos como grupo religioso (o racial)—se manifiesta con toda contundencia cuando un conflicto en Medio Oriente propiciado por dinámicas históricas y factores estructurales irresueltos por décadas, activan en muchos países la identificación entre las políticas del Estado de Israel con el judaísmo de quienes viven dentro o fuera de ese estado, o cuando se hacen críticas afirmando la “judeidad” de los tomadores de decisiones de ese país, de sus ciudadanos, o de quienes vivimos fuera de este y somos ciudadanos de cualquier otro.
Los judíos no somos un monolito. Somos de todos los colores que existen. Pensamos de formas diversas. Creemos en corrientes políticas diferentes. Inventamos muchas de ellas. Somos la paz que anhelamos, somos parte de la guerra que la aniquila, y somos también frustración por no haber podido o sabido construirla.
Nota: este texto fue originalmente publicado en 2014 durante el conflicto Hamás-Israel de ese año. Lo he modificado y actualizado, pero el fondo es el mismo.
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