Ayer vimos, una vez más, los músculos del gobierno mexicano llenando el Zócalo de la CDMX. A todas luces, la absurda ofensiva de Trump y la forma respetuosa en que ha reaccionado Claudia Sheinbaum han potenciado, a un tiempo, los sentimientos nacionalistas y el respaldo al gobierno mexicano. Empero, seguimos dependiendo mes a mes de los humores del macho alfa americano para celebrar o lamentarnos.

De sobra sabemos que el problema más difícil de esta relación tensa entre los dos países no está en los negocios, sino en la lucha contra el crimen organizado cuya fuerza se ha convertido, con el paso de los años, en la mayor amenaza a la soberanía de México dentro de su territorio. Si de veras queremos enfrentar ese desafío y no solo administrarlo (como quiso hacerlo AMLO), es indispensable fortalecer al Estado mexicano desde la raíz: modificar la política social de puro reparto de dinero, que los criminales usan para identificar y reclutar a sus huestes; luchar en serio contra la corrupción cuyas causas siguen intactas; y replantear el federalismo mexicano.

En vez de competir con los narcos para ver quién da más dinero en efectivo, el gobierno mexicano tendría que garantizar los derechos sociales y la dignificación de todos los trabajos. El acceso a esos derechos ha sido el igualador social más potente de la historia, mientras que el trabajo bien pagado y socialmente protegido es la fuente principal de ingresos y estabilidad. Mientras el Estado no se proponga evitar que la gente tenga que pagar casi todo lo que obtiene para educarse, curarse, moverse y tener donde vivir, el reparto de efectivo será solo un paliativo.

De otro lado, la dignificación de los trabajos con salarios estables (y seguro médico, ahorro potenciado y jubilación garantizada) es la única vía probada de movilidad social. Ahí está el camino que, además, puede irse pagando con un sistema fiscal que “predistribuya” el ingreso (según la expresión divulgada por Thomas Piketty) protegiendo las relaciones laborales y afirmando la progresividad de las contribuciones. En un país tan desigual, quien trabaja debe salir de la pobreza y quienes ganan más, deben pagar más.

Por lo demás, si de veras quieren acabar con la corrupción hay que quebrar las muy conocidas formas de captura de los asuntos públicos que han sobrevivido a todos los partidos: el reparto de puestos públicos a los cuates (y por cuotas); el diseño de los presupuestos para construir clientelas; la asignación de contratos por negocio o por alianza; las decisiones amañadas sin rendición de cuentas; la información oculta o distorsionada; y los castigos selectivos. Todo eso, además de las ventanillas burocráticas que favorecen la extorsión, el intercambio de favores y las mordidas. Nadie ignora que eso sigue sucediendo ni, tampoco, cómo debe atajarse. Si va en serio, ¿qué están esperando para hacerlo?

Una más: de sobra sabemos que el federalismo mexicano sufre de reumatismo crónico desde hace décadas y que es ahí, en los gobiernos locales, donde el crimen organizado ha medrado con muy poca resistencia. Pero también sabemos que ninguno de los gobiernos federales sucesivos quisieron enfrentar su rediseño, a partir de los problemas y de los asuntos que agobian a las administraciones estatales y municipales. Los estudios acumulados sobre el tema llenan bibliotecas y, sin embargo, la ambición de control político e intercambio de prebendas se ha impuesto una y otra vez a las soluciones administrativas y fiscales disponibles. He ahí, además, otro de los espacios que deben atenderse ya para hacer cumplir las leyes.

Agendas como estas ganarían a propios y extraños y limitarían la fuerza de la ofensiva externa emprendida por los Estados Unidos. Nomás falta saber de qué lado masca la iguana.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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