He seguido con atención las entrevistas que ha dado Pablo Gómez Álvarez, en su nueva calidad de cabeza de la comisión presidencial formada por Claudia Sheinbaum para proponer una reforma electoral. No tienen desperdicio. En la forma, se le ve feliz en el papel que ha depurado con esmero: iracundo, intransigente y seguro de sí mismo. Nada nuevo para quienes lo conocemos desde hace décadas y sabemos que, con Pablo, el diálogo es casi imposible, porque él se considera más sabio e informado que cualquiera de sus interlocutores. La persona ideal para dirigir esta misión.
El fondo es mejor. Entre mis apuntes registro dos afirmaciones que suscribo a pie juntillas: i) que el país cambió desde el 2018, cuando una nueva mayoría política llegó al poder mediante el voto popular; y ii) que ésta no aspiraba solamente a gobernar (léase, a administrar la cosa pública), sino a cambiar las normas y las estructuras de poder.
El responsable de articular el proyecto de reforma electoral ha dicho, una y otra vez, que esa mayoría hará valer su fuerza y ha explicado que el propósito de la reforma no es afinar o perfeccionar las reglas electorales que se pactaron desde el final del Siglo XX, sino transformar el régimen político que, en su opinión, está periclitado. Las minorías, dice Pablo Gómez, tendrán a salvo su libertad y sus derechos, pero las decisiones serán tomadas por la mayoría.
Habrá partidos, por supuesto, pero ya no bajo las premisas que diseñaron el PRI y el PAN. De hecho, Pablo Gómez considera –igual que López Obrador y Claudia Sheinbaum— que esas dos organizaciones políticas están destinadas a desaparecer, entre otras razones, porque han sobrevivido gracias al dinero público que se les ha entregado para sostener burocracias políticas inútiles y “lambisconas”, dirigidas por élites voraces. La reforma electoral deberá servir, en su opinión, para sellar ese proceso de extinción. Las minorías que sobrevivan a la fuerza de la mayoría y decidan oponerse a ella, tendrán que acreditar su militancia sin el respaldo del Estado.
Dice que nadie sabe bien a bien cómo será el proyecto de reforma, pero anticipa que los órganos electorales y los tribunales estatales de esa materia salen sobrando. No hay ninguna mención al federalismo electoral, pero sí a la integración política de los ayuntamientos, que también han albergado minorías inútiles y han complicado la gestión municipal. Una vez más, la tesis es que las mayorías deben tomar las decisiones sin más restricción que la voluntad del pueblo, expresada en votos y consultas populares.
El coordinador de la comisión presidencial tampoco considera que sea indispensable sostener una estructura permanente en los 300 distritos electorales federales. Asegura que quienes integran el servicio profesional electoral trabajan mucho un año y “toman café y conversan” dos años. En sus respuestas, se ha sumado siempre a la idea de que el INE podría operar sin tener esa estructura y con un presupuesto mucho menor. Y ha sostenido, también, que las personas integrantes del Consejo General deben ser electas por voto popular, como las y los magistrados del tribunal electoral. Esto último, dice, sería lo único congruente con las tesis principales que animan la reforma, pues las y los consejeros ya no serían electos por acuerdo entre partidos (rémoras), sino por la mayoría del pueblo.
Por último, registro que su opinión sobre la pluralidad de los poderes públicos corresponde con el mismo hilo conductor: la mayoría debe dirigirlos sin contrapesos pactados de antemano entre las élites políticas. En los legislativos habría espacio para las minorías que logren ganar más votos, por supuesto, pero la mayoría habrá de prevalecer.
Pablo Gómez ha sido transparente: en 2026, viviremos ya en otro régimen.
Investigador de la Universidad de Guadalajara