Ya no sería fraude, porque ahora está en el poder. Pero si los resultados electorales no le favorecen o, favoreciéndolo, las autoridades electorales los disminuyen o los anulan por las faltas cometidas por su partido, por su gobierno o por él mismo, el presidente ya anticipó lo que haría: denunciar un golpe de Estado técnico y negarse a acatar cualquier desenlace que no sea la confirmación total de sus triunfos, por las buenas o por las malas.

Los argumentos y los precedentes están servidos: en ningún momento ha dejado de atacar al INE, al Tribunal Electoral y al Poder Judicial. Ha sido una larga preparación del conflicto, primero a través de una pugna directa con quien presidió el Consejo General del INE, acusándolo de todo. Luego, dijo repetidamente que ese órgano electoral fue creado para hacer fraudes (nada menos) y propuso una reforma constitucional para desbaratarlo, quebrarlo y pasarle al gobierno las tareas principales. Como no pudo, lanzó el Plan B, que afortunadamente fue suspendido por la Suprema Corte. Y entonces, emprendió una ofensiva (bochornosa y machista) contra la ministra presidente Norma Piña y, de paso, contra todo el Poder Judicial. El discurso ha sido el mismo: esos órganos —según la versión presidencial— son instrumentos de los grupos conservadores y deben ser anulados.

Por otra parte, ha tejido con denuedo la tesis de la simpatía popular invencible. El argumento es muy simple: dado que él encarna al pueblo y a la nación, es imposible que sea derrotado. Hay algunos equivocados, minorías rapaces y una mafia conservadora que se resiste a renunciar a sus privilegios —repite el presidente cada mañana—, pero el pueblo lo respalda. Con mucha frecuencia, presenta encuestas que muestran la simpatía que despierta. Pero nunca revela, de esas encuestas, los datos que descalifican la gestión del gobierno en las áreas fundamentales de la vida pública. La cosa es repetir que nadie puede ganarle sin hacer trampas.

Colocado en el centro de la contienda electoral —en la que Claudia Sheinbaum aparece como heredera y telón de fondo—, ese discurso se ha trasladado a la tesis de la imposibilidad de una derrota y del triunfo garantizado de antemano. Una y otra vez se repite el mismo argumento: Morena ganará inexorablemente. No solo se desechan los números de los indecisos y de quienes se niegan a responder las encuestas (que, sumados, alcanzan cerca del 50 por ciento de las preferencias electorales), sino que se pasa por alto, también, que los resultados previstos en una elección pueden y suelen cambiar dramáticamente durante los últimos treinta días de campaña y, a veces, en apenas una semana. Para el presidente, ese escenario no existe: si llegase a perder, sería a consecuencia de un golpe de Estado técnico.

Por último, el presidente ha insistido en que, ante el dilema de honrar la ley o hacer justicia, debe optarse por lo segundo. Le parece justo, aunque sea claramente ilegal, intervenir directamente en la campaña apoyando a los suyos y difamando a sus adversarios; le parece justo, aunque sea ilegal, poner al servicio de la campaña de su partido a las huestes que dispersan programas sociales; le parece justo, aunque sea ilegal, hacer publicidad a su libro desde la tribuna presidencial; le parece justo, aunque sea ilegal, ignorar las denuncias de violencia y de participación del crimen organizado en la vida política del país. Todas esas conductas se han realizado una y otra vez a la vista de todo el mundo. Desde hace mucho, el presidente ha estado actuando contra la ley. Pero nadie lo para y todo indica que lo seguirá haciendo.

A la luz de esa secuencia, temo que el presidente está trabajando dos escenarios y nada más: el triunfo arrollador de Morena o el llamado a la revuelta popular.

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