Cuando mi amigo tlaxcalteca, fanático seguidor de AMLO, me dijo hace ocho años que su líder venía a “tirar todas las bardas que se habían levantado para detener el paso del pueblo”, no me aclaró en qué momento dejarían de tirarlas ni tampoco qué vendría tras el tiradero. No he vuelto a hablar con él —se prohibió a sí mismo cualquier diálogo adverso— pero supongo que sigue repitiendo lo mismo: hay que tirar bardas, aunque ya nadie sepa a ciencia cierta qué pasará cuando hayan tirado todas.

Nadie pone en duda su eficacia para “tirar bardas”, bajo el argumento de que todo lo que había era malo: servía a las oligarquías, protegía a la mafia del poder, favorecía a una minoría rapaz, corrompía a la sociedad, excluía al pueblo. Así que decidieron eliminar los programas sociales que eran exitosos (Prospera, Seguro Popular, guarderías, distribución de medicamentos, entre muchos otros) y extinguir al Coneval que los evaluaba. Decidieron ignorar, atacar y destruir al Inai que garantizaba el derecho de acceso a la información. Han hecho caso omiso de las reglas para rendir cuentas y han anunciado la eliminación del sistema nacional anticorrupción. Se han adueñado del control del Legislativo, del Judicial, del INE y del Tribunal Electoral y ya está en curso la reforma electoral que vendrá en 2026. Han dinamitado el federalismo y han anulado cualquier atisbo de municipalismo; han hostilizado y vilipendiado a las organizaciones de la sociedad civil y han sometido con furia la libertad académica.

Muy bien: están tirando todas las bardas. ¿Y ahora qué sigue? ¿A dónde nos quieren llevar?

Hasta ahora, los partidarios y los voceros del nuevo régimen se identifican por tres rasgos: acusan al pasado neoliberal de todos los males presentes; inventan datos y mienten sin rubor para justificar lo que dicen y hacen; e insultan, difaman y calumnian a quienes se atreven a criticarlos. No debaten el argumento, sino que denuestan a quienes lo esgrimen. Su especialidad no es el diálogo sino la descalificación, atribuyendo intenciones aviesas a quienes los contradicen. Los trepadores, los arribistas y los acomodados han aprendido esa fórmula y la repiten (literalmente) hasta la náusea. Les resulta imposible negar la concentración del poder, pero lo justifican alegando que esa es la voluntad de la mayoría popular. La tarea es destruir lo que había, descalificar el pasado y calumniar a los adversarios. Y lo están haciendo muy bien.

Sin embargo, deben lidiar con los problemas que están desafiando al país. Descalificar con odio a quienes se duelen de la violencia no elimina el poder de los criminales: pueden matar al mensajero cien veces, pero los cárteles siguen haciendo su agosto. Atacar sin piedad a quienes advierten que la economía mexicana está (por decir lo menos) estancada, no incrementa la producción, ni garantiza la capacidad del Estado para seguir repartiendo lo que no tiene. Decir que son muy honestos y muy buenas personas, no disminuye la corrupción que está corroyendo a la administración pública. Repetir que en el 2006 no ganó Calderón no justifica la captura de los órganos electorales, ni limpia los despropósitos cometidos en las elecciones del 2024, ni las trampas de la elección judicial. Cantar el himno no mitiga las amenazas ni la ofensiva de Donald Trump.

Mientras destruyen, proclaman que somos felices y ordenan contradecir y callar a quienes decimos que México está viviendo una espiral de violencia y de corrupción y está amenazado por la recesión, la polarización y el conflicto internacional. La presidenta repite: el pueblo, el pueblo, el pueblo, mientras las bardas se siguen cayendo. ¿Qué sigue? ¿Gobernar con propaganda política, movilización y discursos de odio? ¿Cuándo notarán que detrás de sus bardas rotas no hay nada?

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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