Cuando alguien le preguntó su opinión sobre el premio Princesa de Asturias que le fue otorgado al Museo Nacional de Antropología e Historia, la presidenta Sheinbaum lo consideró “un pasito” y añadió: “espero que continúen en ese proceso de reconocimiento pleno a las grandes civilizaciones del pasado, a los pueblos de hoy y a las grandes atrocidades que se cometieron en la llamada conquista española”. El premio se otorgó “a la concordia”, como un mensaje inequívoco de amistad y reconciliación de la Corona española. Sin embargo, la respuesta del gobierno mexicano ha sido un nuevo desdén y una nueva agresión.

Unos días antes, tras emitir su voto en las elecciones que lo encumbraron como el creador y el líder indiscutible de nuestro nuevo orden político, el presidente López Obrador anunció que estaba escribiendo un libro sobre la grandeza de los pueblos originarios de Mesoamérica: “les va a gustar”, dijo. Es imposible no advertir la sintonía entre ambas declaraciones. El conflicto con el gobierno español también fue creatura del líder porque, en su opinión, la Corona debía pedir perdón a las y los mexicanos, precisamente, por las atrocidades que se cometieron en la Conquista contra los pueblos originarios.

De nada sirvió explicarle que, en aquellos años, España no era España ni México era siquiera un proyecto. De nada, debatir sobre los distintos argumentos que se cruzaron en la Península Ibérica en contra de los abusos de los conquistadores, ni tampoco sobre la colaboración de las comunidades indígenas que lucharon contra la dominación del Imperio Azteca. De nada, comparar aquellos hechos con los cometidos por los ingleses y los portugueses que también “hicieron las Américas”. Mucho menos, debatir sobre los excesos y los abusos cometidos por los gobiernos ya mexicanos, incluyendo el del propio presidente López Obrador contra el patrimonio, la cultura y la dignidad de esos mismos pueblos oprimidos mil veces. La cosa era crear un conflicto con España, exigiendo que se pusiera de hinojos para pedirle perdón al pueblo de México.

En el camino, también se han formulado preguntas (retóricas) sobre la indignación selectiva del presidente que decidió arremeter contra España, pero se guardó de decir algo sobre otros países que también cometieron agravios brutales a lo largo de la historia de México: esta sí, de México. ¿Por qué no le exigió a los franceses que pidieran perdón por los abusos cometidos durante el así llamado Segundo Imperio? La memoria histórica nos dice que fueron tanto o más violentos que los españoles del Siglo XVI. ¿Por qué no le pidió a los Estados Unidos que se arrodillaran ante la Virgen de Guadalupe y nos devolvieran el territorio conquistado tras la guerra y la ocupación de los años cuarenta del XIX?

La respuesta es igualmente retórica: a juzgar por la mirada justiciera del presidente (que pronto estará documentada con amplitud en otra de sus obras maestras) aquellos agravios fueron causados más por los conservadores de México que por sus aliados extranjeros. En cambio, el caso de España venía bien para suplir de manera verbosa el nuevo olvido y los nuevos agravios cometidos contra los pueblos originarios durante el sexenio pasado. Así que venía muy bien indignarse por lo que habían hecho ellos.

Pero mi punto es otro. La presidenta Sheinbaum recibió una prenda de desagravio del gobierno español en busca de la concordia y tuvo la oportunidad de reaccionar con templanza para darle vuelta a la página. Pero no lo hizo: si la orden era pelear con los españoles hasta que rueguen por nuestro perdón (¿el nuestro?) había que seguirla a pie juntillas. Nada que pueda contrariar al líder indiscutible de México y menos ahora, que está por publicar otro libro. Por si alguna duda quedaba.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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