Los primeros meses del siguiente año serán prósperos: circulará el dinero público con generosidad para afirmar lealtades y ganar otras. El presupuesto no está diseñado para resolver problemas añejados –como la educación precaria, el acceso a tratamientos médicos o la garantía de los derechos fundamentales— sino para repartirlo entre el mayor número posible de personas, alegando que así se combate a la pobreza. El negocio consiste en invertir en votos para obtener los réditos en puestos públicos.
Mientras transcurren los meses de campañas –que cada día duran más y son cada vez más burdas— el país tendrá que resistir todas las violencias y las desigualdades que lo agobian, escuchando hasta la náusea los discursos de los políticos que quieren anularse mutuamente y que se han propuesto traicionar a la pluralidad para imponernos una visión única de México. Será casi imposible discutir sobre las causas que están provocando las carencias, los miedos y las dificultades que padecemos como nación, porque desde el mirador de la clase política todas las culpas las tiene el adversario y todo podrá arreglarse cuando no haya más que un solo vencedor. Esa lógica no es democrática sino bélica: los barruntos de una guerra civil sorda que, en varios lugares del país, ya es violencia pura y dura.
Es frustrante y desesperante saber a ciencia cierta lo que vendrá, sin poder hacer casi nada para evitarlo: campañas plagadas de insultos y acusaciones mutuas –de guerra sucia para desprestigiar a los contrarios con difamaciones y calumnias, en vez de vencerlos con ideas y electores informados–, dispersión territorial de recursos en pueblos, barrios y comunidades y despliegue de operadores de campo disputando cada kilómetro cuadrado. En el camino, seguiremos atestiguando la violencia de los cárteles que están envueltos en su propia guerra por el control del crimen y querrán intervenir en candidaturas y procesos electorales, para favorecer sus intereses. Todo está sucediendo al mismo tiempo, mientras los gobiernos pugnan por hacer prevalecer a sus grupos políticos a toda costa.
La prioridad de todos los grupos de poder –los legítimos, los ilegítimos y los fácticos— será imponerse en las siguientes elecciones mientras, a la vez, su conducta va minando los procesos que sirven para organizarlas. Los violentos y los corruptos saben de sobra que esa dinámica les favorece para hacer su agosto. Casi nadie se quedará fuera de esa dinámica furiosa pues, además, se disputarán miles de cargos públicos en toda la república y cada uno de ellos importa para sumar votos. Nada en estos meses será más importante para todos los gobiernos estatales y municipales que conservar y ensanchar sus espacios de poder.
También sabemos que será prácticamente imposible que los derrotados –por la buena o por la mala— acepten el veredicto de las urnas. Si llegase a perder el partido del gobierno, esa posibilidad es prácticamente nula. Se dicen invencibles y repiten que no existe la más mínima probabilidad de arrebatarles posiciones. Quieren la mayoría absoluta en los poderes federales y también en las entidades y los municipios: quieren todo y están dispuestos a obtenerlo a toda costa y como sea. El discurso es fácil: para ellos, no hay nada más relevante que consolidar el proyecto de dominación que exige, como condición fundamental, borrar del mapa a quien se oponga. Así que estas elecciones no son vistas solamente como un reacomodo de los representantes en un ambiente de pluralidad, sino como un momento fundacional para establecer un nuevo régimen político. Parece una pesadilla, pero es verdad: sabemos exactamente a dónde vamos, es evidente que la democracia está quebrada y que la violencia regirá el trayecto. Pero no podremos evitarlo.