Estamos viviendo el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. La expectativa de que las cosas pueden ser mejores, sin los defectos del pasado y con nuevas promesas de futuro. No es una repetición –dicen— sino una renovación y una oportunidad para rectificar los errores cometidos. La esperanza triunfa porque no reclama pruebas: es un estado de ánimo (según el diccionario) “que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”. Sus sinónimos son ilusión, confianza, fe.

Sin embargo, la depositaria de ese estado de ánimo no quiere ni ofrece ninguna rectificación, porque no advierte ningún defecto: ni en el proyecto, ni en el gobierno que le antecedió. Por el contrario, lo que ofrece es la reiteración de la experiencia. E incluso más: el reconocimiento explícito de que las cosas no podrían ser mejores, porque los años transcurridos fueron ya insuperables: los mejores de la historia. ¿Quién querría abandonar ese pasado inmediato que ha sido el tiempo más fecundo jamás vivido? Si algo ha de ofrecerse como compromiso indeclinable es, acaso, la defensa de la continuidad: el segundo piso de la casa que ya es de suyo indestructible.

No hay una sola palabra de todo lo que lleva dicho que sugiera otra cosa. No la hay, además, porque aquella experiencia estuvo montada en las palabras: no fue tanto lo que hizo, cuanto lo que dijo. El primer piso se construyó con los tabiques de la persuasión y de la argumentación. Fue la consecuencia de una larga disertación para cambiar la percepción de nuestro entorno. Y esas palabras fueron exitosas: la democracia se volvió voluntad del pueblo y el poder, su encarnación; la bonhomía suplió a la maldad, la austeridad a la codicia, el amor a la hipocresía, los abrazos a los balazos, la igualdad se impuso sobre la pobreza, la libertad triunfó sobre la esclavitud, la soberanía derrotó a la sumisión, la educación dejó atrás a la instrucción, la salud pública se impuso sobre el usufructo de la enfermedad, el pueblo uniformado extinguió los abusos de los militares, los servidores de la nación eliminaron a los intermediarios, la honestidad erradicó la corrupción y la dignidad aplastó a la miseria. ¿Por qué tendría que cambiar ese pasado luminoso?

¡Nos están dando gato por liebre! Gritamos algunos, necios, revisando datos, observando nuestra realidad y verificando la evidencia. ¡Falso! Nos contestaron una y otra vez: antes de nuestra llegada ꟷnos respondenꟷ las cosas eran mucho peores y nadie, excepto un puñado de privilegiados y abusivos, estaba satisfecho. ¿Acaso no se entiende? Primero fue el verbo: nuestra creación nació de las palabras y con ellas hemos inventado todo lo que hoy vivimos. No existe lo que hay sino lo que nombramos: nunca tuvimos más conciencia, ni fuimos más visibles, ni más escuchados, ni mejor comprendidos. ¿Dicen que son solo palabras? Pues, aunque así fuera, con ellas hemos cambiado el mundo.

Y si no bastan, están los símbolos: para renovar esa esperanza todo debe suceder exactamente igual. La misma casa, los mismos mantras, las mismas ceremonias, los mismos rituales, las mismas conferencias, la misma centena de promesas, los mismos pasos, las mismas agendas, los mismos vuelos, las mismas respuestas y la misma oferta: la gloria de la vuelta a los orígenes, la grandeza que llegará como fatalidad inevitable y la lucha perseverante contra el obstáculo que nos separa de ella: los otros, esos que se oponen, los que no se suman y cuya obstinación le da sentido a nuestra identidad: sin ellos no habría causa; gracias a ellos nos mantenemos cohesionados para seguir haciendo historia.

La clave del segundo piso es que será idéntico al primero. No hace falta que todo cambie para que todo siga igual. Lo importante es que todo siga igual, para que nada cambie.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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