La presentación de los resultados sobre pobreza multidimensional en México (2016-2024) renovó mi aprecio por el Inegi. Esa institución se salvó de la guadaña que cortó instituciones autónomas y hoy está rescatando buena parte de la experiencia del ya extinguido Coneval. Tengo la esperanza de que pueda sobrevivir a estos tiempos canijos y siga generando información confiable para medir los signos vitales del Estado (como les ha llamado Enrique Cárdenas).
En un entorno en el que las instituciones públicas (léase: las reglas del juego y las organizaciones establecidas por las normas) dependen casi por completo de los humores y la doctrina de quienes las dirigen, me dio gusto ver en la misma mesa a Graciela Márquez, a Julieta Brambila y a Claudia Maldonado, tres mujeres a quienes conozco, respeto y admiro desde hace mucho tiempo. Dudo que alguna de ellas aceptara ocultar datos para granjearse un espacio de poder. La tercera, Maldonado, que hoy coordina la unidad de medición de la pobreza del Inegi, viene directamente del órgano de dirección del Coneval, al que llegó después de haber fundado y dirigido el Centro para el Aprendizaje en Evaluación y Resultados (CLEAR, por sus siglas en inglés), que promovió el Banco Mundial para América Latina y el Caribe —y cuya sede estuvo por años en el CIDE—.
El 13 de agosto pasado, en conferencia de prensa, la titular del Inegi rindió un merecido homenaje al Coneval y se comprometió a salvaguardar su herencia. No hubo ni una palabra cargada de ideología política ni aplausos para el régimen: hubo datos, explicaciones técnicas y aclaraciones puntuales sobre los resultados de la medición. En una nuez, nos dijeron que la pobreza por ingresos había disminuido: sin duda, una buena noticia para nuestro país. Pero no fue lo único que nos dijeron.
Nunca dijeron que esas 13.2 millones de personas habían salido de la pobreza para siempre —como si hubiesen dejado una etapa de su vida— sino que hubo una afortunada combinación de factores que permitió que un número más alto de familias pudiera comprar un poco más de lo que podía comprar antes, para colocarse por arriba del umbral con el que se miden las pobrezas extrema y moderada. Otro modo de leer los mismos datos es que más de un tercio de las y los mexicanos sigue siendo pobre: 38.5 millones de personas.
Explicaron que la razón principal de ese incremento fue el ingreso obtenido por el trabajo, que ha estado mejor pagado que antes. No dijeron que ese dato obedeciera a los programas sociales del gobierno. Más bien, aclararon que la contribución de esos dineros ha sido marginal porque no estuvieron dirigidos solamente a los más pobres. Y, de otra parte, también dijeron que la población que vive con al menos una carencia social es de 80.4 millones de personas, mientras que la cifra de quienes viven con más de tres carencias (los más vulnerables) pasó de 25 a 27 millones de personas.
En síntesis: aunque algo se ha ganado en materia de vivienda y acceso a la alimentación (muy poco), el Estado no ha logrado disminuir el rezago educativo ni evitar que el número de personas sin acceso a los servicios de salud sea más del doble que en el 2018. La gente gana un poco más por su trabajo, pero los gobiernos no están garantizando el acceso universal a los derechos sociales más relevantes: la educación y la salud.
Que celebren los neoliberales chafas, pero que se abstengan los socialdemócratas. Nadie en la izquierda puede festinar que el mercado esté supliendo los defectos del Estado, que no ha sido capaz de llevar el dinero a quienes más lo necesitan, ni cumplir su cometido con los derechos sociales principales. Ni quito ni pongo, diría mi clásico: son los datos dignísimos de nuestro Inegi los que hablan por sí mismos.
Investigador de la Universidad de Guadalajara