La semana pasada atestiguamos dos episodios similares por su contenido sustantivo: el INE y el Tribunal Electoral coincidieron en que “hay casos en que la realidad empírica no coincide con la realidad jurídica” —según la síntesis perfecta del consejero electoral Jaime Rivera—. Una joya. Significa que lo sucedido y constatado a plena luz del día, no fue prueba suficiente para salvaguardar el derecho electoral.
De un lado, el hermano del presidente López Obrador, Pío, recibió sobres con dinero en efectivo para la campaña de Morena. Todos lo vimos. Ni siquiera el principal beneficiario lo negó, aunque alegó la validez de las “aportaciones para el movimiento”. Sin embargo, las autoridades del INE se tomaron cinco años para concluir que no encontraron recibos, ni facturas, ni depósitos bancarios, ni constancia alguna sobre el destino de ese dinero. Ni siquiera encontraron el domicilio del presidente López Obrador para obtener su testimonio. Reconocieron que la fiscalía especializada en delitos electorales escatimó la información y que otras dependencias no cooperaron con su investigación. Pero concluyeron que no había falta alguna, porque no tenían papeles para probar lo que todos vimos y escuchamos.
De otro lado, tres integrantes de la sala superior del Tribunal Electoral desecharon los proyectos del magistrado Reyes Rodríguez —respaldado por otros similares de la magistrada Janine Otálora— que proponían la anulación de la elección de la Suprema Corte de Justicia, dado el caudal de actos ilícitos que ocurrieron durante ese proceso.
Los ponentes hicieron referencia, entre otras evidencias, a los famosos acordeones que fueron repartidos para orientar el voto a favor de los cercanos al partido en el gobierno. Nadie puso en duda su existencia. Sin embargo, no probaron quién los pagó, cuándo se distribuyeron, no listaron los nombres de quienes los promovieron, no dijeron dónde se imprimieron, ni cuántos ejemplares circularon, entre una larga lista de preguntas formuladas por sus compañeros magistrados quienes, protegidos por la “teoría de la prueba” y enredados con las prácticas del derecho penal, optaron por actuar como abogados defensores de un acusado y abdicaron de su deber como jueces garantes de la materia electoral, que reclama certeza, legalidad, imparcialidad, independencia y objetividad para hacer válidos los resultados de una elección.
Las pruebas de la conducta ilícita eran contundentes, pero los partidarios de la “realidad jurídica” se escabulleron alegando que no había documentos para descubrir a los culpables y que eso bastaba para desacreditar los hechos. Nadie medianamente informado esperaba un veredicto diferente de esos abogados defensores del nuevo orden político. Pero sí, al menos, un mínimo de pudor profesional.
Anticipo que la reforma electoral en curso no hará más que confirmar esa nueva realidad jurídica gobernada por la mayoría que, en opinión de Pablo Gómez, tiene el derecho aritmético de diseñar un nuevo régimen a su imagen y semejanza, ya sea para negar o exacerbar los hechos según su conveniencia, torcer las leyes que resulten estorbosas y/o someter a las autoridades que interpretan las normas para tapar el sol con el dedo del poder, cada vez que haga falta.
¿Sirve de algo recordarles que ninguna mayoría es eterna? ¿Que la elección judicial, con todo y acordeones, se ganó apenas con 1 de cada 10 electores potenciales (y que 9 es más que 1)? ¿Tiene algún sentido insistir en la importancia de la pluralidad política y de la diversidad social? En aras de la “realidad empírica”, sí. Pero ya es obvio que los dueños del nuevo orden seguirán cerrando los ojos y haciendo oídos sordos. Están haciendo lo que su némesis les decía en otro momento de la historia: ni los veo ni los oigo.
Investigador de la Universidad de Guadalajara