Hace unos días cayó en mis manos uno de esos libros de autoayuda que se venden en tiendas de autoservicio y conveniencia. Me lo regalaron porque estudio la vida política de mi país desde hace décadas y el editor creyó que me interesaría. Tenía razón: me interesó, porque el tema principal de la pequeña obra es “cómo ser un buen político sin morir en el intento”. Para mi sorpresa, su autora no existe: es un seudónimo que protege el anonimato de varias plumas de profesionales.
El libro empieza con una clasificación basada en el “tipo de ambición” y en “el tipo de persona” que caracteriza a quienes deciden dedicarse a la política como profesión de vida. Las categorías de la ambición son tres: “el amante del poder”, “el salvador” y “el advenedizo”. El primero se define como la persona que, a lo largo de su vida activa, dedicará todo su esfuerzo a conquistar espacios para hacerse obedecer por el mayor número posible de individuos. Los amantes del poder han entendido que quienes acumulan capital político son mucho más poderosos que quienes se dedican a amasar fortunas, pues “el presidente es siempre más potente que el más rico”. Esos amantes del poder pueden convivir con las élites empresariales, culturales o artísticas, pero siempre las verán como un vehículo para afirmarse a sí mismos, mientras incrementan sus posibilidades de consolidar y ampliar sus ámbitos de decisión: “aceptan cualquier cargo, porque el poder se construye desde ahí”.
En esa categoría hay ecos de Maquiavelo: ninguno debe comprometerse con la palabra dada, sin atarla a la circunstancia en que se dio; no debe ceder a la generosidad o a la compasión por ninguno de sus adversarios (y por ninguno de sus partidarios, individualmente); no debe compartir su capital político; no debe desaprovechar ninguna oportunidad para acrecentar su influencia; no debe pactar nada definitivo con nadie ni tampoco enfrentarse a nadie, a menos que tenga la certeza de que podrá eliminarlo para siempre; y no debe ceder jamás ante una idea opuesta a pesar de la evidencia. “Si miente, debe hacerlo con maestría y solo con grandes mentiras, pues mentir es un arte reservado para quienes están dispuestos a negarlo todo”.
Los verdaderos amantes del poder deben ser capaces de neutralizar a los “salvadores” que se obstinan en señalar sus fallas. Estos “se identifican porque persiguen causas y andan en manadas”. La autora (los autores) aseguran que esa segunda categoría solo tiene “momentos pasajeros de poder, porque son incapaces de cambiar de bando”. Por eso se distinguen de los advenedizos que siguen a lo largo de su vida, como sabuesos, la huella de los poderosos. “Sin los advenedizos no habría operadores fieles a quienes amasan grandes capitales de poder”. Estos últimos cargan maletas, llevan papeles, obedecen órdenes sin comprenderlas y están dispuestos a trabajar veinticuatro horas diarias, “a cambio de sentirse parte de la banda dominante”.
La descripción avanza por el tipo de persona: los creadores de problemas, los eficaces, “los callados” (esos que hablan poco, pero obedecen mucho) y los jilgueros. El rasgo más preciado entre todas estas categorías es la lealtad a toda prueba: “avanzará más rápido quien haga suyas las palabras y los proyectos que estén en boga, mientras tengan peso para ejercer un espacio propio de poder”. Paradójicamente, ese grupo es el que acaba inclinando la balanza entre quienes se disputan el mando superior: los advenedizos, eficaces y callados constituyen el respaldo principal de los amantes del poder. Y concluyen: “todo lo demás (argumentos, programas, ideales y valores) solo importa como el territorio de la disputa por la dominación, pero no es lo fundamental”.
Tienen razón. Así es el sistema desde siempre. También hoy.
Investigador de la Universidad de Guadalajara