La administración pública se realiza a través de trámites. Todo lo que se hace en los gobiernos se materializa en un trámite: una secuencia de procedimientos basada en normas jurídicas, que implica el empleo de recursos públicos para obtener un resultado determinado. Sí, también hay palabras: discursos, conferencias de prensa, debates. Pero el gobierno actúa a través de un conjunto de trámites.

Todos los programas públicos están hechos de trámites. Las transferencias de dinero que se entregan a particulares a través de programas sociales deben seguir una secuencia administrativa hasta llegar a sus destinatarios; el derecho a la salud se realiza con registros de pacientes, de personal médico, de consultas, de tratamientos, de insumos médicos; las escuelas públicas funcionan todos los días con alumnos inscritos, profesores que anotan sus asistencias, siguen pautas educativas y dejan constancia de ellas; las obras públicas siguen protocolos de contratación, de seguimiento, de estimaciones de costos, de pagos, etcétera. Nada en los gobiernos está exento de trámites.

En la conferencia mañanera del 13 de marzo, José Peña Merino, titular de la Agencia de Transformación Digital, explicó que “actualmente, a nivel federal hay más de 7 mil trámites; además existen 523 en cada uno de los 32 estados de la República y 144 trámites en cada municipio, dando un total de más de 350 mil trámites. De este universo, una persona realiza en promedio 486 trámites a lo largo de su vida”.

Suele creerse, sin embargo, que los trámites se refieren solamente a la interacción entre ciudadanos y personal público. Los estelares son los de “ventanilla” y “turno” para obtener permisos y licencias de construcción o de operación de negocios, para darse de alta en el seguro social, para reclamar una pensión vitalicia, para interponer quejas y denuncias, para sacar pasaportes, entre otro largo etcétera. Pero los trámites son necesarios, además, para regular los vínculos entre oficinas públicas.

Los trámites deben dejar constancia. Ninguno se lleva a cabo sin dejar huella en algún registro, algún formato, un oficio, un correo electrónico, algún papel o una plataforma electrónica. No existe una sola decisión que carezca de evidencias verificables. Pueden ser permanentes o excepcionales, recurrentes, especiales, periódicas. Pero todas, sin excepción, están plasmadas en trámites. Los especialistas le llaman a eso: trazabilidad. Y los archivistas, por su parte, explican que un expediente contiene la historia de un trámite: de un asunto que se inició, sucedió (o está sucediendo) usó (o está usando) recursos públicos y produjo (o está produciendo) algún resultado. Por lo demás, todos los trámites tienen “dueños”: personas servidoras públicas de carne y hueso que aprueban, certifican o asumen la responsabilidad de esos trámites. Ninguno es anónimo.

Sabemos que la multiplicación de los trámites es proporcional a la discrecionalidad de los funcionarios, mientras que la captura de esas secuencias equivale al monopolio de la autoridad. Si añadimos la ignorancia social sobre ese conjunto y la ausencia de registros verificables sobre la ruta que siguen llegamos al territorio maldito de la opacidad y la corrupción: a las personas empoderadas que toman decisiones que casi nadie conoce, que no podemos rastrear y que se borran impunemente.

Contra toda lógica, la lucha contra la corrupción ha omitido la trazabilidad y la visibilidad de todos los trámites, a pesar de que en ellos está la huella de la captura. Sin embargo, nuestros gobiernos prefieren buscar culpables cuando los niños ya se han ahogado en los pozos abiertos de la discrecionalidad y la opacidad burocrática. ¿A quién le importan los trámites si vende más revelar y culpar al corrupto del mes?

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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