Las ideas y los hechos nunca han caminado de la mano. No se llevan nada bien. Hegel decía que las primeras antecedían a los segundos: que la Historia, con mayúsculas, se va configurando con antelación al ritmo que siguen los acontecimientos cotidianos. Su principal antagonista creía lo mismo pero en sentido opuesto: son las condiciones materiales de nuestras relaciones, decía Marx, las que determinan el curso de la Historia (una vez más, con mayúsculas) mientras los hechos se suceden en una lucha inexorable con la falsa conciencia de la realidad. El primero creía que el Estado acabaría siendo universal y homogéneo; el segundo, que se extinguiría entre las brumas de un pasado inútil.
Escribo esto, porque tengo para mí que estamos viviendo uno de los momentos más ingentes de esa contradicción entre los hechos cotidianos y las ideas más arraigadas, en todos los planos de nuestra convivencia: desde los más simples hasta los que están amenazando nuestra civilización. Pocas veces ha sido tan urgente huir de los lugares comunes para afrontar los tiempos que nos desafían: la pandemia cambió nuestra conciencia de vulnerabilidad con mucha más potencia que el calentamiento global o el agotamiento de los recursos disponibles en el mundo para sobrevivir. El virus no sólo ha enfermado a millones de personas sino al sistema económico global y ha infectado, también, nuestras formas de organización política y social. Para bien y para mal, nada podrá volver a ser como antes.
Sin embargo, en flagrante contradicción con esas circunstancias que desafían, a un tiempo, la salud individual y la salud del globo, todas las relaciones económicas, los vínculos sociales y nuestras añejadas concepciones sobre el régimen político, en México asistimos a una contienda a muerte entre cadáveres: de un lado, el que pugna por la restauración del régimen que deshonró las promesas democráticas y sucumbió ante la rebelión electoral del 2018 y de otro, el que busca con denuedo el establecimiento de un Estado paternalista y protector, capaz de construir una sociedad aislada del planeta, tan tradicional como homogénea y obediente de la autoridad indiscutible. No es casual que la disputa entrambos bandos se conjugue siempre en pasado: uno se duele de la vuelta al populismo y el otro del regreso al neoliberalismo. Pero ambos corren airados con la cabeza vuelta hacia atrás.
El régimen de predominio empresarial al que quisieran volver los adversarios principales de López Obrador carece de asidero: aunque ganaran, la lógica económica basada en los negocios y el goteo social está agotada; esa aspiración es tan inviable como el gobierno de un solo hombre apoyado en el reparto de migajas. Los dos bandos rechazan el Estado social y democrático, basado en la garantía imparcial de los derechos que privilegian a los más débiles; los dos detestan la pluralidad política y ven la construcción de paz como un problema de poder y obediencia.
Unos ofrecen empleos precarios con salarios de hambre y los otros, 1,275 pesos a los discapacitados menores de 29 años, 3,748 pesos a los jóvenes que no tienen empleo ni estudios, 2,550 pesos a los adultos mayores o 1,600 pesos bimestrales a los becarios, por citar sólo algunos de los programas estelares del gobierno. A cambio, se han ido cerrando instituciones, cancelando presupuestos (excepto los militares) y achicando hasta la inanición las oficinas públicas. Esos dineros para pobres se reparten directamente, sin intermediarios. Y con ellos, la gente debe salir a comprarse los derechos a la tienda de la esquina.
No es necesario cargas tintas para decir que ambos modelos son inviables. Pero los hechos todavía no se convierten en conciencia. De momento, lo que importa es quién se adueña de la casa.