Hubo muchas lecciones derivadas de la experiencia del dolor. La primera es que ninguna violencia es menor que otra: todas causan heridas que suelen recorrer la vida entera y todas son producto del abuso que alguien comete, sin más razón que sus deseos y sin más límite que su codicia, su ambición o sus rencores. Las violencias que se viven y se reproducen en el país forman un continuo que crece por la indiferencia, la intolerancia y la impunidad.
El problema de fondo es la prepotencia en sus muy variadas y brutales expresiones. El conflicto es parte inevitable de las relaciones humanas, pues no siempre podemos estar de acuerdo, ni rendir las convicciones o las trayectorias propias. Pero de ninguna manera puede asumirse como la causa de las violencias, ni estas pueden justificarse como la única salida de las diferencias entre grupos o individuos. El dominio agresivo del fuerte sobre el débil no tiene más justificación que el deseo de someter: la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, sucede simplemente porque alguien decide emplearla y puede hacerlo.
Durante la Conferencia Nacional de Paz que concluyó el viernes pasado en la Ciudad de México —y que puede verse completa en youtube @nosotrxsmovimiento— escuchamos a un amplio grupo de personas que han sufrido esas violencias en carne propia y también a quienes las han encarado para detenerlas. Entre ellas no hay más ni menos: ¿quién vive con más dolor? ¿Una madre que busca a sus hijas o hijos desaparecidos, una mujer que ha visto morir a otras por el solo hecho de ser mujeres, una familia que no tiene otro refugio que la calle, una persona inmigrante que huye del infierno para encontrarlo otra vez como destino, o las personas que han sido encarceladas sin cometer crimen alguno y han perdido toda esperanza de volver a convivir en paz? ¿Quién tiene más miedo a las amenazas que han caído sobre su vida y la de su familia? ¿Los periodistas que revelan la corrupción de los gobiernos y de los criminales coludidos, los defensores de la tierra a quienes les está siendo arrebatado su patrimonio colectivo y ancestral, los vecinos desplazados de un pueblo o de una comunidad tomada a balazos por sicarios, los defensores de los derechos que exponen su vida para salvar a otros? No hay criterio válido para afirmar que algunas de esas violencias deben pedir turno para ser vistas y atendidas, porque hay otras más graves. Las causas son distintas, pero el efecto es siempre el mismo. La huella de dolor que recorre a todos esos grupos es la misma.
El miedo y la desconfianza aíslan y fragmentan: he ahí otra lección terrible. Quien vive sometido a la violencia se siente, además, desamparado y solo. Las violencias rompen la vida de esas personas y las separan. En el mejor de los casos, quienes comparten dolores semejantes consiguen, a veces, identificarse y ayudarse. Pero cada grupo avanza por su propia ruta sin entrelazarse y sin reconocerse mutuamente: cada uno habla de su experiencia sin haber caído en cuenta de que sus victimarios son los mismos: los fuertes y los poderosos que someten a sus víctimas para levantarse sobre ellas, y de otro lado, la indiferencia y la ignorancia cómplices de quienes atestiguan los abusos y no hacen nada.
La paz no se construye con pasividad. Es una acción, una decisión que, además, debe ser constante, consciente, cotidiana. El prudente no es quien no hace nada sino quien se compromete a fondo. La construcción de paz debe ser una acción prudente y colectiva, capaz de combatir la soledad, la fragmentación, el silencio y la mentira que cobija a las violencias.
He aquí la agenda urgente de un país surcado de violencias: romper el aislamiento y unir a quienes las padecen y las resisten a pesar de todo. No es ni puede ser una agenda electoral. Es una tarea de grupos y organizaciones que quizás, ojalá, comiencen a reconocerse y abrazarse escuchándose con los ojos (como se dijo durante la conferencia). Que así sea porque México está herido y las heridas que no se curan, matan.