A partir de hoy comenzará una nueva etapa para el INE, plagada de dudas e inquietudes. Hoy, no sabemos si el Poder Judicial de la Federación confirmará todos los contenidos del así llamado “Plan B”; no conocemos a ciencia cierta cuáles serán los costos ni el tamaño de la complejidad operativa que traería, de prosperar, esa reforma; e ignoramos si los nuevos mandos de esa casa tendrán las capacidades suficientes para afrontarla.
Como si el país no tuviera ya suficientes desafíos, el gobierno decidió quebrar la certeza que ofrecía el INE a la organización electoral. En las próximas semanas se irá sabiendo, a cuentagotas, de qué magnitud serán los cambios promovidos desde el Palacio Nacional, iremos descubriendo la profundidad del daño causado a su estructura profesional e iremos tomando nota de la ética y de las cualidades profesionales de quienes han llegado —y seguirán llegando— a dirigir ese órgano autónomo del Estado mexicano.
Lo que sí sabemos es que su misión más importante es ofrecer certeza: crear las condiciones necesarias para que los resultados sean reconocidos por quienes participan en las elecciones: no solo por los ganadores —eso es fácil— sino por los perdedores y por los ciudadanos. Sabemos que el IFE del 2006 produjo incertidumbre en el recuento de los votos y creó una tempestad cuyos vientos seguimos padeciendo. Todas las reformas que se hicieron desde entonces, incluyendo la creación del INE en el 2014, habían respondido al imperativo de la certidumbre y todas fueron fruto del consenso, hasta que el presidente López Obrador propuso la que ahora ha puesto en entredicho treinta años de trabajo colectivo. Y sabemos que cualquier cosa que suceda en estos días, comprometerá la certeza en el proceso y en los resultados de la competencia electoral que viviremos en el siguiente año.
Hace poco escuché a Adam Przeworski —en un foro organizado por el Instituto de Estudios para la Transición Democrática— decir que, en México, el “daño ya está hecho” pues la incertidumbre ya se ha adueñado del proceso electoral. En ese mismo espacio, nos recordó que la democracia no elimina los conflictos sino que les ofrece una salida sensata, pacífica y civilizada. Ni los órganos electorales ni los procedimientos que siguen deben ser la causa del conflicto sino su remedio. En cambio, si hay dudas sobre la organización de los comicios, las habrá también inexorablemente sobre los resultados. Y es lo que tenemos hoy: un saco de dudas sobre lo que sucederá en el futuro próximo.
Hace unos días escuché una de las primeras entrevistas que ofreció el nuevo consejero electoral Arturo Castillo Loza. Dijo, sin titubear, que su misión fundamental era “reconstruir la confianza en el INE”, como si esta estuviera perdida. En noviembre escuché a la consejera Norma de la Cruz dolerse, ante medios oficiales, de los litigios emprendidos por sus colegas contra la reforma electoral: afirmó que su tarea era acatarla sin debate. Veo que el nuevo consejero Jorge Montaño pertenece a la clase política tabasqueña, comprometida sin reparos con el presidente López Obrador y leo que la nueva consejera presidente, Guadalupe Taddei, forma parte de una familia muy cercana al partido del gobierno. No necesito hacer más cuentas para concluir que el Consejo General que gobernará esta nueva etapa de la institución tendrá desencuentros que irán añadiendo leña al fuego del conflicto y de la incertidumbre.
La única certeza que tengo —y de la que ya no albergo duda alguna— es que eso buscaba el presidente: el conflicto sin salida, como condición indispensable para afirmar la continuidad de su partido en el poder. Ya volvimos al pasado: solo reconocerá sus triunfos. En la lógica del viejo régimen, o ganan o arrebatan.