Hay consenso en que el concepto que describe al nuevo régimen político de México es el populismo. Pero no lo hay respecto el contenido exacto de esa palabra, que se ha utilizado de manera vaga y anfibológica: connota más de lo que explica y le añade un sutil significado positivo por su etimología: “Si me dicen populista por estar a favor del pueblo —dijo varias veces nuestro clásico— entonces sí soy populista”. La descripción de un régimen autoritario que dice actuar a favor del pueblo para someterlo a la voluntad de un grupo acaba así legitimada por la bondad de sus raíces.

Un concepto que sirve para identificar la retórica y las decisiones de gobiernos tan disímiles como los de Donald Trump, Nayib Bukele, Daniel Ortega, Tayyip Erdogan, Javier Milei, Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, es obviamente inexacto. Para matizar la imprecisión se ha intentado añadir la orientación de izquierda o derecha a cada uno de esos populismos, con lo cual el concepto se vuelve más oscuro, pues sugiere que todos hacen lo mismo, pero en busca de objetivos diferentes.

Algunos autores, como Federico Finchelstein, han identificado varias de las características comunes a esos dos regímenes y han sugerido que su orientación ideológica es más cosmética que sustantiva: un recurso para justificar sus actos con palabras. Pero en realidad se trata de gobiernos francamente autoritarios e intolerantes sin contrapesos suficientes, que solo se distinguen del fascismo (sigo citando a Finchelstein) porque recurren a elecciones periódicas y consultas populares para refrendar su poder acumulado.

Cuando hace algunos años usé la palabra fascismo en este mismo espacio, para advertir del tipo de régimen que se estaba gestando en México a partir de las decisiones tomadas por López Obrador, noté que varios de mis colegas más respetados se pusieron muy nerviosos; y que los aludidos y sus partidarios simplemente enfurecieron contra mí. La palabra fascismo es insoportable porque es precisa, directa y clara. El populismo, en cambio, endulza la misma realidad y disimula su carga histórica. Unos y otros, los nerviosos y los aludidos, se sienten más cómodos diciendo que tenemos un gobierno populista. Los primeros se lo creyeron hasta el punto de suponer que podían derrotar al régimen sumando votos con un ábaco; y los segundos se han envuelto en el “mandato popular” para seguir destruyendo todas las columnas de la incipiente democracia que se estaba levantando.

¿En qué coincide ese populismo dizque indulgente (que depende de los humores de sus dueños) con el fascismo puro? Coinciden en la anulación de la pluralidad, en la edificación de un discurso único e inamovible, en el uso faccioso de los tribunales, en el uso vertical del parlamento, en la organización de grupos de choque ideológico, en el control de los medios, en el respaldo incondicional de las fuerzas armadas, en la personificación de los poderes públicos, en la descalificación de toda crítica, en la hechura de una verdad política impuesta desde arriba, en el uso discrecional de todos los recursos públicos, en el reparto selectivo de prebendas y la dispersión masiva de dinero, y en el nacionalismo, la apelación al pasado glorioso de la patria y al futuro luminoso que vendrá por la obediencia.

Difieren en su justificación de origen, pues los populismos apelan a la mayoría electoral, mientras que los fascismos se consolidan a través de los aparatos de poder y de su capacidad de organización y represión. Pero cuando los procesos electorales quedan definitivamente controlados, esa diferencia se diluye.

La esperanza democrática nació con la defensa de los votos; hoy transitamos al revés y quizás sabremos que llegamos al fascismo cuando ya no sea posible ni decirlo.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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