El presidente suele negar con palabras lo que sucede en los hechos. Esa contradicción se ha vuelto una práctica común en temas muy sensibles para el país (el deterioro de la seguridad y del sistema de salud son dos ejemplos evidentes). Pero lo que estamos atestiguando con la sucesión presidencial adelantada ya raya en el cinismo: dice que se acabaron las prácticas del viejo PRI —el tapado y el dedazo—, mientras asistimos al renuevo del espectáculo del presidencialismo indiscutible que vimos sexenio tras sexenio durante el Siglo XX.

Se ha sembrado la idea de que ayer se definió el método para decidir quién sucederá al presidente López Obrador y se ha dicho —y seguramente se repetirá también esta mañana, hasta el cansancio— que será un procedimiento democrático, para escuchar la voz del pueblo. Como si las elecciones constitucionales no fueran más que un trámite postrero, lo que está afirmando es que las encuestas organizadas a modo por un solo partido y diseñadas bajo la voluntad presidencial, decidirán el destino del país. Dice que será el pueblo quien tomará esa decisión, pero todos sabemos que los candidatos y la candidata fueron decididos desde el Palacio Nacional y sabemos, también, cuál será el resultado de esa parafernalia.

Lo que está sucediendo a la luz del día es la vuelta del régimen anterior, que gobernaba un solo partido bajo la batuta del presidente en turno, echando mano de todos los recursos del Estado. No sorprende que algunos analistas, proclives y beneficiarios del presidencialismo redivivo, repitan que la competencia entre varios aspirantes a la candidatura de Morena, dirimida mediante empresas encuestadoras, es el procedimiento democrático ideal para decidir quién gobernará a México desde el siguiente año. Así fue antes: la candidatura presidencial del PRI era, de hecho, la que destapaba al futuro jefe del Estado. Lo que llama la atención es que utilicen la palabra democracia para definir ese procedimiento.

En el mejor de los casos, lo que hemos visto ha sido el juego interno del partido que gobierna, bajo el mando de una sola persona. Ha sido el presidente —y nadie más— quien ha determinado la lista de sus posibles sucesores: tres más uno. Ha sido el titular del Ejecutivo quien le ha dado beligerancia al secretario de Gobernación, su amigo, para inscribirse en esa lista y quien ha impulsado a la jefa de Gobierno de la CDMX para encabezarla. Ha sido el presidente quien ha bloqueado al jefe de la bancada oficial en el Senado —y que todos sabemos que no ganará de ningún modo— y, también, quien ha tolerado las aspiraciones de su canciller, utilizándolo como un comodín a modo para justificar la supuesta competencia y, por si acaso, para contar con una segunda opción. Las reglas, los nombres, los procedimientos y los resultados fueron diseñados paso a paso —con el aplauso de sus seguidores incondicionales— por un solo hombre.

De paso, buena parte de ese recorrido ha vulnerado las normas electorales que están vigentes. Las precampañas de los partidos fueron acordadas para evitar que los gobiernos pasaran por encima de la competencia entre partidos diferentes. No se pusieron en la ley para organizar el juego del poder dentro de la misma bandería que habría de gobernar cada sexenio, sino para evitar que ese pretexto se usara para hacer campañas anticipadas. Tampoco está permitido el uso de recursos públicos, de ninguna índole, ni la aceptación de dineros o de apoyos en especie de particulares —así sean militantes fieles—, para impulsar candidaturas oficiales. Nada de eso es lícito y, sin embargo, se repite una y otra vez que esas prácticas sacadas del baúl son la mejor expresión de la voluntad del pueblo organizado.

He ahí la obra principal del presidente: la vuelta al pasado.

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