Si la Corte es derrotada en este duelo con el Ejecutivo, ya no habrá nada que detenga al presidente. No tendrá que esperar a ganar la mayoría calificada en las siguientes elecciones ni amañarlas echando a andar todo el aparato que está a sus órdenes para asegurar el resultado. Con la mayoría en las cámaras le alcanzará para emitir leyes y decretos a placer, porque el control constitucional se habrá perdido.
Sabemos con toda claridad que la transformación que dice encabezar el presidente –cuyos rasgos se discuten y se modifican día a día, pues van cambiando con los humores del caudillo— tiene como condición la anulación de anclas y de contrapesos. Los planes A, B y C, más los que se acumulen esta semana, tienen el mismo hilo conductor: que nada se oponga a las decisiones tomadas desde el Palacio Nacional, pues es imperativo que se cumpla la voluntad del pueblo, encarnada en López Obrador.
El choque contra el Poder Judicial está diseñado para romper los muros que eventualmente impiden que siga el curso de la Historia –con mayúsculas– mediante un blitzkrieg que incluye el denuesto y la arenga desde las mañaneras, la movilización masiva en contra de ministras y ministros en los edificios y las sedes donde despacha la Corte, las agresiones directas contra la titular de ese Poder, y la desobediencia franca o simulada a sus sentencias (como sucedió ya en el caso de las obras consideradas de seguridad nacional e interés público). Se trata de vencerlos a cualquier costo y lo más rápido posible, para desmantelar su legitimidad y evitar que las decisiones ya tomadas —y las que vendrán— se caigan por razones constitucionales.
Si prospera la ofensiva, no sería necesario desmantelar a la Corte definitivamente. Bastaría con pasarle por encima, dejando en claro que cualquier sentencia que emita en contra de la voluntad del jefe del Estado será ignorada mediante chicanadas jurídicas o, de plano, desacatada. Como la Corte no tiene el monopolio de la coacción ni la fuerza suficiente para someter al presidente por la vía de los hechos, el Ejecutivo podría seguir simulando el juego de la legalidad –esa que desprecia, mientras no le sea propicia– fingiendo que actúa contra los privilegios. Si aun así la Corte persistiera para hacer valer sus decisiones, el presidente doblaría la apuesta.
Por lo demás, es evidente que entre los colaboradores y los cercanos al Ejecutivo hay mucho miedo. Dudo que no se percaten del significado de esta ofensiva o que ignoren que la estigmatización y la anulación de la última garantía del Estado de derecho es, a todas luces, una mala noticia para el país. Podrán alegar que quieren purificar ese poder y lavar su conciencia con el argumento de la transformación en curso. Pero tendrían que ser francamente ingenuos para no darse cuenta de que eso significa, lisa y llanamente, poner a jueces, magistrados y ministros a las órdenes del líder político de turno.
El presidente está habituado a hacer política como confrontación. Es así como ha tenido éxito a lo largo de toda su carrera y así llegó hasta la cumbre. Ensimismado, se ha enredado en su estrategia y su discurso, sin advertir que como jefe del Estado no puede ni debe disparar sobre sus pies: está abriendo la Caja de Pandora. Si gana esta batalla, su destino no será la solución final a la que aspira, sino el principio de su decadencia. El tiempo se le vendrá encima, los grupos que se disputan el poder tras su salida se harán pedazos y su legado no será la igualdad ni la justicia sino el caos. Y ya no habrá nadie a quien culpar, ni nadie a quien cobrarle las facturas de sus propios yerros.
Muchas veces he escrito que López Obrador no rectifica. Y estoy convencido de que no se detendrá ahora, hasta humillar a la Corte. Y, entonces, morirá de éxito.