La cosa ha ido por etapas: la primera fue la sistemática devastación del prestigio acumulado por la Corte mediante una campaña diseñada y encabezada con tenacidad desde las conferencias mañaneras. Durante esa etapa hubo varios momentos de tensión por la furia de los militantes de Morena que convirtieron a Norma Piña en su piñata.
Después vino la propuesta de reforma radical; no bastaba cortarle la cabeza, sino que había que purificar al maligno desde la raíz: que se vayan todos. El proyecto se bañó de pueblo durante la campaña y cobró vida tras el triunfo del Plan C, que se apañó la mayoría calificada del Poder Legislativo.
La tercera etapa se urdió en los escritorios: la convocatoria a los leales y la selección de candidatas y candidatos con criterios laxos, para asegurar que las listas del Ejecutivo y del Legislativo fueran confiables. De paso, y por si acaso, se descalificó a quienes integraron la lista emanada de los enemigos que, según se dijo, habían colado aliados de los narcos. La consigna vendría enseguida: que nadie vote por los candidatos presentados por el Judicial. Concluida con éxito, esa etapa ya garantizaba el triunfo: no importa quiénes ganen, pues de todos modos serán aliados del nuevo orden.
Ahora viene la siguiente: la legitimación de la aritmética política. Aun a sabiendas de que el resultado está garantizado, habrá que mostrar el músculo. Si pudieran, querrían que más de la mitad del padrón electoral saliera a votar, para decir a voz en cuello que México es el país más democrático del mundo. Así que han decidido echar mano de todos los recursos disponibles para llevar gente a las urnas. Lo más vivos han aprovechado la instrucción para sugerir cómo deberían votar sus huestes, con acordeones que simplifican lo complejo: nomás hay que copiar los números en las boletas.
El próximo domingo veremos imágenes de las movilizaciones y de largas filas de votantes en las urnas esperando turno, porque el INE instalará menos casillas, porque habrá una sola urna y porque llenar todas las boletas le tomará a cada elector varios minutos. Dependiendo de la entidad en que se vote, se calcula que en una hora apenas podrá votar una decena de personas. Así que la fotografía está hecha: casillas llenas y largas filas de personas esperando turno.
Por la noche vendrá el informe pormenorizado del INE, cuyo consejo general ha decidido emitir únicamente el dato propicio para la legitimación: el porcentaje de personas que salió a votar. Como no hay ninguna fuente alternativa, lo que diga la presidenta de ese órgano será definitivo. Y sucede que la susodicha es una gran aliada del nuevo orden y que no tiene contrapesos reales a sus decisiones, de modo que es de esperarse que la cifra mágica sea favorable al interés del régimen: con quince millones bastará para anunciar el éxito completo.
Después vendrá el recuento de los votos, en cada distrito electoral. Dado el diseño abstruso de las boletas y del recuento, será una tarea difícil y morosa. Pero hay dos órganos que interesan por encima de todos los demás y cuyos resultados saldrán más o menos rápido para evitar riesgos: la Suprema Corte de Justicia y el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial. Respecto al primero, la pregunta es cuál de las dos amigas de AMLO será la presidenta: si Yasmín Esquivel o Lenia Batres, cuya permanencia en la Corte está garantizada de antemano por el partido en que ambas militan y por las campañas que emprendieron desde hace meses. Todo lo demás no inquietará sino a los y las candidatas avaladas desde el régimen, que se disputan el botín.
A lo largo de la semana y en la jornada electoral se seguirán revelando argucias para sumar votos y luego, quizás, para multiplicarlos. Muchos votos, porque “el pueblo es mucha pieza”.
Investigador de la Universidad de Guadalajara