El día de hoy empezará el décimo tercer Seminario Internacional de la Red por la Rendición de Cuentas, que esta vez se reunirá en la Universidad de Guadalajara. Le llamamos “Volver a empezar”, pues todos los datos verificables demuestran que la apropiación ilegítima de lo que nos pertenece a todos sigue vigente y que México no ha logrado salir de los sótanos cuando se compara, en materia de corrupción, con otros países. No hay un solo índice ni una sola organización que no confirme que esa batalla se perdió durante el gobierno de López Obrador.
El abuso de los recursos públicos para obtener ventajas políticas o económicas no disminuyó más que en el discurso de “no somos iguales”. Mientras anunciaba que se había acabado la corrupción se iban minando las normas y las instituciones creadas para erradicarla desde sus causas. La lista corta es la siguiente: los archivos siguen siendo un desastre, a pesar de la Ley General de Archivos promulgada desde el 2018: no se han cumplido ni sus transitorios. El acceso a la información pública no sólo perdió calidad y eficacia, sino que en la Cámara de Diputados ya se dictaminó la extinción del Inai y de los órganos de transparencia de los estados.
El sistema anticorrupción creado para compartir información y corregir los procesos viciados ha sido boicoteado desde un principio. Más del 75% de los puestos indispensables para darle vida en las entidades están vacantes y, a nivel federal, sus titulares ni siquiera han completado el quórum en las reuniones del comité de coordinación. El sistema nacional de fiscalización no se ha reunido por años, pese a que las observaciones no solventadas de las auditorías realizadas en este periodo superan, por sus montos, a las de cualquier sexenio anterior. La impunidad sigue siendo la regla ante las denuncias de corrupción. Los puestos se siguen repartiendo como botín, los presupuestos se siguen modificando discrecionalmente, la información sustantiva se sigue ocultando y las sanciones han prosperado, acaso, cuando se inculpa a alguien por razones políticas. No hay una sola base de datos que no confirme estas afirmaciones. El único que asegura que la corrupción ya no existe es el presidente (y el eco que repite cada una de sus palabras).
Ni siquiera los indicadores construidos con la mejor buena fe por la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción, apoyada en documentos verificados hasta el detalle, permiten afirmar otra cosa. En su informe 2024, recién publicado, se dice que la colaboración institucional “para la eficaz implementación de las políticas anticorrupción”, registró apenas un avance del 22% y que los acuerdos de ese sistema se cumplieron apenas en 12%. El sistema de justicia en esa materia tuvo un magro rendimiento del 39%, el control de riesgos apenas superó el 58% y el “fortalecimiento de las contrataciones públicas” avanzó 38%. Insisto: estos datos fueron construidos desde las instituciones públicas.
Paradójicamente, en otro informe sobre ese mismo tema, publicado hace unos días por la OCDE, se pone a México como el segundo mejor país en cuanto al diseño de sus instituciones y su estrategia anticorrupción. La OCDE se refiere a las normas de transparencia y combate a la corrupción que el gobierno de López Obrador se ha propuesto extinguir. Pero, por supuesto, al pasar a los datos de implementación y de cumplimiento, esas magníficas calificaciones se caen, empapadas por un baño de realidad.
Podría seguir con los datos, pero no es necesario. La verdad pura y dura es que el sexenio que está por concluir dejó un desastre institucional que ha potenciado la corrupción. Y lo poco que había para detenerla, está por desaparecer porque no nació con la 4T. Ahora viene otro sexenio y habrá que volver a empezar.
Investigador de la Universidad de Guadalajara