A todas luces, el presidente López Obrador ha decidido aprovechar hasta la última gota del sexenio para completar la destrucción de las instituciones que le estorban. Dice que son conservadoras, porque le han impedido concentrar todos los poderes para completar un proyecto de transformación que exige, como condición indispensable, tener el control total de la república. Lo ha dicho cien veces: todo o nada.
La víctima de la semana es el INAI, pero no es la única. En el camino, la reforma administrativa que ya está en el Congreso le permitiría tomar decisiones discrecionales sobre obras públicas, transferencias financieras y uso de recursos. Los controles que se habían ido diseñando para evitar los excesos cometidos por el Ejecutivo federal podrían ser eliminados en las próximas horas, del mismo modo en que hoy se pone bajo fuego al órgano garante de la transparencia y el acceso a la información. Es una pinza: de un lado, eliminar las leyes que podrían invocarse para frenar decisiones arbitrarias gracias a la intervención de la Suprema Corte de Justicia y, del otro, erradicar el derecho a la información pública. En efecto, esa ausencia de contrapesos sería el mundo ideal para quien defiende un pensamiento único y se siente legítimo dueño del destino nacional.
Los argumentos son los mismos que se han usado antes: dice que el Inai es caro, es conservador e inútil. ¿Para qué gastar en ese órgano autónomo si el gobierno informa todas las mañanas sobre lo que considera relevante? ¿Por qué tendría que darse información a quienes se oponen a las decisiones del gobierno? ¿A quién le sirve escudriñar archivos y revisar cuentas sobre las decisiones que se van tomando? Se ha dicho lo mismo sobre el resto de las instituciones diseñadas para limitar el poder presidencial: hay que quitarlas, porque hoy el presidente encarna al pueblo, a la patria, a la nación. Ya no es como antes, se repite, cuando era preciso levantar diques para evitar los abusos y la corrupción.
Ninguno de esos contrapesos ha quedado intacto en estos años: el servicio profesional de carrera fue desdeñado, porque el presidente no considera necesaria la capacidad probada de quienes ocupan puestos públicos, que deben ser militantes leales al proyecto; no cree en el federalismo ni en el municipalismo, porque desconfía de sus gobiernos; los órganos reguladores de la economía no han sido, en su opinión, más que elefantes blancos diseñados para simular y abrir nuevas oportunidades para la corrupción; el INE —según la versión presidencial— hacía fraudes; y los órganos diseñados para combatir la corrupción son prescindibles porque el gobierno actual —dicen— es muy honesto. El propósito es diáfano: acumular todos los poderes para ponerlos a disposición de la bonhomía, la generosidad, la lucidez y la eficacia de un solo hombre.
Cuando fue jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador se opuso con firmeza a la creación del órgano de transparencia de la ciudad, por las mismas razones que hoy aduce: abrir la información equivalía a ofrecerle armas a sus enemigos. Nunca vio a la transparencia como parte del proceso democrático, porque ya desde entonces confundía el acceso a la información pública con la propaganda política emanada desde las posiciones de poder. Y ya desde esos años, igual que ahora, creía que cualquier crítica a sus decisiones era moralmente inaceptable. No se ha movido ni un milímetro.
Que no quepa la menor duda: el presidente quiere todo el poder. Quienes lo respaldan, prefieren que así sea por interés o porque lo consideran —allá ellos— superior a cualquier otro ser humano. Es una locura inaceptable: sin matices ni dudas, la destrucción abusiva de los contrapesos democráticos es un proyecto deleznable.