Ya es hora de asumirlo sin ambages: en este sexenio, las fuerzas armadas del país se han convertido en un actor central del sistema político mexicano. La discusión sobre las consecuencias de la militarización ya no pasa por la advertencia sobre lo que ocurriría, sino por la constatación de lo que está sucediendo. A todas luces, los militares ocupan el lugar más importante del gobierno, no solo por su labor de policías, sino por su creciente participación en los proyectos prioritarios de la administración pública.
El presupuesto asignado a las fuerzas armadas en sus distintas denominaciones —Sedena, Marina, Guardia Nacional, proyectos de inversión y fideicomisos— ha crecido hasta convertirse en el segundo más voluminoso de todo el sector público, mientras que el listado de las funciones que ha venido asumiendo el personal militar acumula ya más de 240 tareas (según los datos, aún incompletos, que ha ido recuperando el CIDE). Para cualquiera que esté dispuesto a abrir los ojos, la militarización del gobierno ya es indiscutible: soldados, marinos y guardias están en todas partes y, poco a poco, han ido supliendo, superponiéndose o imponiéndose sobre los servidores públicos civiles de los tres niveles de gobierno. Esta sí ha sido una transformación histórica: la 4T está cimentada sobre la estructura militar.
Los argumentos para justificar esta mudanza son conocidos: se ha dicho que las policías del régimen anterior eran corruptas y no tenían remedio; que las personas que ocupaban cargos civiles en las dependencias y estaban a cargo de proyectos sustantivos, también eran corruptas y negligentes; que los costos de la administración pública eran abusivos; que la burocracia civil era indisciplinada y estaba poco comprometida con la transformación; que no había de dónde echar mano para emprender, con austeridad y eficacia, las grandes obras y los programas prioritarios; que los militares obedecen sin chistar, mientras que los servidores públicos civiles discuten y repelan. Se ha dicho, en fin, que la solución militar no era la ideal, pero que era la mejor posible. Y día a día, el presidente se ha mostrado satisfecho con esa decisión.
Empero, sabemos muy poco de los militares. Las fuerzas armadas vivieron, durante décadas, sometidas y protegidas por el antiguo régimen. Guardadas en sus cuarteles y privilegiadas por el fuero militar y sus propios sistemas de reclutamiento, desarrollo, vivienda, formación universitaria, financiamiento y protección social, fueron creando un mundo ajeno al escrutinio público. Salían a veces para reprimir, como en los años de la guerra sucia y, otras, para ayudar a la población civil en los desastres. Aparecían de repente para resguardar los materiales electorales, auxiliar a los presidentes y los funcionarios civiles de alto rango en el desahogo de sus agendas cotidianas o para cuidar instalaciones estratégicas. Cobraron más visibilidad cuando Felipe Calderón les ordenó emprender la guerra contra los cárteles del crimen organizado. Pero aún en esa última etapa, siempre estuvieron cobijados bajo el doble manto de la discreción y de los honores rendidos habitualmente en los desfiles de rigor, en los informes presidenciales y en cada oportunidad que la clase política tenía para agradecer (y enaltecer) su disciplina y su heroísmo.
Es probable que merezcan la buena fama de la que gozan, pero es innegable que se trata de una fama construida desde el poder. Lo cierto es que sabemos muy poco de lo que sucede en los cuarteles, de sus prácticas internas, de sus liderazgos, de la forma en que usan el dinero que se les entrega a manos llenas. Hoy se esgrime la seguridad nacional para ocultar lo que sucede en los pasillos militares. Pero deberíamos saber más: ellos gobiernan.