Una secuencia de hechos cada vez más lamentables nos ha ido empujando hacia la pérdida de la objetividad crítica. Hay tantas ramas que hemos perdido de vista el tronco. Pongo ejemplos: que los hijos del presidente López Obrador no hayan tramitado los amparos para eludir una orden de aprehensión (y que Andrés Manuel López Beltrán se duela de las fake news) ha ocultado lo fundamental: la presencia indiscutible del joven heredero como uno de los personajes principales de la vida política de México.
La revelación del “Huachigate” y de su trama horrible de complicidades, crímenes, suicidios y extorsiones, han desviado la mirada de los ascensos concedidos por el Secretario de Marina a sus sobrinos y la influencia evidente que esos individuos tenían dentro de la institución. Supongo que no pasará mucho tiempo antes de que se consideren víctimas de una campaña mediática para desprestigiar a la sagrada institución (como parece sugerir ya la nueva ofensiva oficialista contra la “comentocracia”).
La historia develada sobre el señor Bermúdez Requena es grave. Celebro que el personaje ya esté sometido a juicio, tras haber intentado huir a Paraguay. Pero la secuencia es ominosa: Adán Augusto López dijo primero que ignoraba las actividades delictivas de su amigo; ahora dicen que, en cuanto lo supo, le dijo al presidente y éste ordenó que lo destituyeran.
Pregunto: ¿por qué fue nombrado secretario de Seguridad en el gobierno de Tabasco? No era cualquier puesto y todos sabemos que, en el 2019, en esa entidad no se movía una pluma sin la anuencia de López Obrador. ¿Con qué méritos accedió a ese cargo? ¿Por qué, tras “enterarse” de los malos pasos de su colaborador, Adán Augusto no hizo nada más que “decirle al presidente”? ¿Y el presidente solo ordenó destituirlo, mientras todos “callaban como momias” e “iniciaban una investigación"? Entonces, ¿sabían o no sabían?
De otra parte, hemos debatido hasta el agotamiento sobre la elección judicial del 1 de junio: sobre su deficiente organización, sobre la selección previa de las candidaturas, y sobre la exactitud entre los nombres ganadores y los que estaban en los acordeones distribuidos por toda la República. Sin embargo, en un giro surrealista, la y los magistrados del Tribunal Electoral que defendieron la legalidad de ese proceso, lo hicieron formulando las preguntas que ellos mismos debieron responder: ¿quién y dónde imprimió los acordeones? ¿Quién puso los recursos para multiplicarlos y distribuirlos? ¿Quiénes dirigieron esa operación política que reclamó la movilización de cientos o miles de personas? La elección fue amañada (nadie puso en duda la existencia de esos acordeones), pero se volvió el fraude perfecto: nadie vio nada, nadie dijo nada, nadie supo nada. Solo apareció el cadáver.
La lista de los hechos ocultos tras las polémicas que los protegen es mucho más larga, pero los que he mencionado bastan para advertir la presencia de la llamada “Caja China” del control de daños: escándalos y declaraciones sucesivas, fabricadas deliberadamente para esconder los trapos sucios o, al menos, ganar tiempo y distraer a la opinión pública. El ejemplo más reciente de esa estrategia está en el “comunicado de prensa” que publicó el senador López Hernández sobre el caso de La Barredora, acusando a Ricardo Anaya con el guion que le hizo Peña Nieto: Caja China con ventilador.
Con todo, las preguntas fundamentales siguen sin respuesta: ¿qué hacen los hijos de López Obrador en la escena política (y empresarial) de México? ¿Cómo ascendieron y qué hacían los sobrinos del Almirante Ojeda en la Marina? ¿Por qué nombraron a Bermúdez Requena en Tabasco? ¿Por qué no lo arrestaron? ¿Quién imprimió y distribuyó los acordeones? Esas son las causas. Todo lo demás es humo.
Investigador de la Universidad de Guadalajara