No los han eliminado porque tendrían que cambiar la Constitución y, hasta ahí, todavía no les alcanza el poder que han venido acumulando. La frontera que mantiene al régimen político de México en la clasificación de “híbrido” está en la vigencia de esos órganos de contrapeso que han sobrevivido a la ofensiva del poder Ejecutivo federal. Sin embargo, en la clasificación mundial hemos ido abandonando el rango de democracia liberal para deslizarnos ya hacia la autocracia electoral: así se llama el régimen al que les gustaría llegar.
En esos regímenes se apela al respaldo popular para justificar la concentración de los poderes en un solo individuo y en el grupo que lo apoya. Los rasgos emblemáticos de esa forma de gobierno incluyen la anulación de los controles democráticos, la degradación de la deliberación pública, la sustitución del libre acceso a la información por la propaganda política emitida por el régimen, el ataque a los medios de comunicación y a las organizaciones de la sociedad civil, el abuso de las facultades en demérito de los derechos de las minorías, la confrontación directa con el poder Judicial independiente y la sumisión política del poder Legislativo. Basta una ojeada simple para darse cuenta de lo que ya estamos viviendo: el principio de una autocracia electoral que podría consolidarse tras los comicios del próximo año.
Las autocracias electorales no cancelan los procesos electorales, porque su principal fuente de legitimación es el respaldo popular. Esos gobiernos no se instalan a través de asonadas militares, pero promueven la polarización política y utilizan toda la maquinaria del Estado para afirmarse en el mando. En la experiencia comparada con otros países, una vez que esos gobiernos logran consolidar sus espacios de poder y neutralizan a sus posibles adversarios, avanzan hacia la autocracia cerrada, a secas. Tristemente, durante la última década hay al menos 11 países que ya han caído a la categoría de autocracias electorales, mientras que hay otros 37 que se están deslizando, como México, hacia allá (véanse, entre otros, los datos de la fundación IDEA y también el último informe del V-Dem Institute).
Para los regímenes autocráticos, las instituciones solo existen en función de las personas que las encabezan, quienes deben obedecer siempre las instrucciones del Ejecutivo. De aquí que cualquier posición contraria a las decisiones tomadas por la oligarquía política sea vista como una traición y como prueba de que sus titulares son enemigos del gobierno. Esas instituciones no son apreciadas por sus méritos ni por su apego a la Constitución sino por obediencia: no hay órganos autónomos sino consejeros o comisionados; no hay poder Judicial sino jueces y ministros; no hay gobiernos estatales sino gobernadores; no hay poder Legislativo sino legisladores. Todos los cargos son vistos desde los nombres propios y las lealtades políticas de quienes los ocupan.
Si México no es todavía una autocracia es porque la Suprema Corte de Justicia, el INE, el Inai y una parte de las y los legisladores se han mantenido firmes en sus cometidos: garantizar la vigencia de las normas constitucionales, organizar elecciones apegadas a la ley, abrir la información pública y evitar reformas constitucionales caprichosas. Los medios, las redes y las organizaciones sociales también han resistido, pero carecen de poderes suficientes para bloquear las decisiones autocráticas. Por eso hay una ofensiva política, jurídica y mediática enderezada en contra de esas instituciones en particular: si el gobierno lograra capturarlas, los efectos se percibirían al día siguiente: no habría más controles constitucionales, ni elecciones limpias, ni información abierta, ni pluralidad legislativa. Habría una autocracia.