No es lo mismo un estado de derechos que un país de prebendas y regalos. El primero está basado en las leyes y las instituciones y el segundo en las clientelas y el reparto de dinero. El primero es igualitario y exigible, mientras que el segundo es selectivo y caprichoso. En el primero, la tarea principal de los gobiernos es garantizar el ejercicio pleno de los derechos consagrados (sin perder de vista que los fundamentales son, siempre, los derechos del más débil), mientras que en el segundo, la misión más relevante es quitarle el gorgojo a los frijoles repartidos.
En un estado de derechos no sería mucho pedir que se entreguen gratuita y oportunamente los medicamentos indicados en las recetas surtidas por los hospitales y los centros de salud; que los niños y las niñas puedan dedicar su tiempo a jugar y estudiar, protegidos y seguros, con independencia de las condiciones de sus padres y sus madres; que todos los trabajadores tengan acceso a la seguridad social y al resto de los derechos laborales, sin excluir a las trabajadoras del hogar (esclavizadas por el bienestar ajeno) a los trabajadores digitales (que reparten mercancías en bicicletas y motocicletas propias, arriesgando la vida por lentejas) o a los jornaleros agrícolas (que sobreviven como nómadas, cosechando en tierras que no les pertenecen).
No sería mucho pedir que las personas con discapacidad puedan moverse libremente por las calles; que todos tengamos acceso a los servicios públicos con la misma calidad, en todo el territorio nacional; que las mujeres sean invariablemente respetadas y tratadas con absoluta igualdad en cada uno de los lugares donde conviven con los hombres, incluyendo a las agricultoras y las campesinas a quienes se les niega la tenencia de la tierra que trabajan; que las personas que han sido privadas de su libertad no sean tratadas como objetos ni sometidas a las peores vejaciones en las cárceles; que los niños y las niñas que tuvieron la desgracia de nacer en situación de calle tengan una identidad y puedan acceder con ella a la educación, a la salud y a una vivienda digna; que nadie sea discriminado, maltratado o excluido por ser, parecer, pensar o decir algo diferente a los demás, por tener alguna enfermedad, una limitación o por haber nacido en otro país.
Nada en esa lista puede suplirse con dinero repartido. Quienes compran servicios de salud, educación, bienestar o seguridad o creen que pueden comprarlos con los muy escasos recursos que les otorgan los gobiernos, no hacen sino minar la posibilidad de afirmar los derechos para todos: sustituidos por dinero, los tienen quienes pagan y los pagan mientras tienen. En esa mecánica lineal, vive mejor quien acumula más dinero o recibe más ayudas. En cambio, en la filosofía del estado social y democrático todos los recursos aportados por la sociedad han de servir para garantizar la igualdad. Y aporta más quien gana más. Por eso los países más igualitarios son más exitosos.
La condición para salir del reparto de sobritas y acceder a una sociedad consolidada de derechos es la conciencia compartida y la movilización destinada a hacer crecer los colectivos decididos a exigirlos, uno por uno. No está fácil, porque la alianza opuesta a ese proyecto es poderosa: el gobierno prefiere desmovilizar con el reparto de dinero, los partidos capturar cualquier intento de exigencia para ganar votos y los más ricos, dejar las cosas como están, fingiendo que les gusta la igualdad mientras se siga cifrando con monedas.
Con todo y a pesar de todo, que se sepa para que no haya desengaños: ya podrán repartir hasta los escritorios, si eso quieren, que en Nosotrxs seguiremos convocando a la organización y repitiendo nuestro mantra: mi libertad no termina donde comienza la tuya; mi libertad comienza donde se une a la tuya. Queremos derechos, no migajas.
Investigador del CIDE